domingo, 27 de noviembre de 2011

Una noche como operadora del 911


Acondicionada con  el clásico micrófono de diadema que identifica a las telefonistas,  me preparo a recibir mi primera llamada de emergencia. La sargento Emperatriz Román, la dueña del cubículo, una mujer amable y convencida de la importancia de su trabajo, me ha dado un breve entrenamiento sobre el funcionamiento del programa de computadora en el que se registran todas las llamadas que se hacen al 911. “Buenas noches, Policía Nacional, ¿cuál es su emergencia?”, serán las palabras que repetiré durante la noche y, tras esta pregunta, quién sabe qué cosa obtendré como respuesta.
Antes de iniciar la labor de la noche, hago un recorrido por la sala que nunca se queda vacía. Allí se receptan todas las llamadas de auxilio: el 100 de los bomberos, el 101 de la Policía Nacional  y el 103 de la Defensa Civil. Todos los números están habilitados pero las llamadas ingresan siempre por el 911. En la sala, el personal de cada una de estos departamentos está ubicado por sectores: en el centro se encuentran los policías, a la derecha el personal de Defensa Civil, y al lado de este, los bomberos. Todos en un solo espacio similar a la redacción de noticiero; cada funcionario tiene su escritorio, separado del siguiente por cubículos. Calculo que serán unas cincuenta personas en total, todos con sus respectivos uniformes, la mayoría policiales.
El aire, al entrar a la habitación, es pesado. Hay poca ventilación y mucha gente. Los funcionarios están concentrados en su labor, con sus audífonos de diademas y sus computadores. La mayoría tiene un botellón de agua debajo de la pequeña mesa. Las llamadas al 911 no se detienen ni en feriados, ni en las noches, ni los fines de semana; accidentes de tránsito, incendios, riñas callejeras o familiares, robos, vehículos sospechosos, suicidios, asaltos, todo es una emergencia allí.
A mi llegada, el ambiente está relajado. Hablo con el “pionero”, el oficial de policía encargado esa noche de viernes. Me explica que este día y los sábados en la noche y en la madrugada, hay mucho movimiento. Explica cómo se dividen en turnos para no desatender las llamadas ni un minuto. A un costado de su escritorio se encuentran tres jóvenes monitoreando las cámaras, “ojos de águila”, que muestran en las catorce pantallas todos los puntos más conflictivos de Quito como Quitumbe, La Delicia, el Centro Histórico, El Camal o La Mariscal. Este sistema de vigilancia registra accidentes de tránsito, asaltos y “arranchadores”, que pasan corriendo y tal como su nombre lo indica, arranchan carteras, aretes, collares y hasta bolsas de compras.
Antes de recibir mi primera llamada, la sargento Román, me explica el funcionamiento del sistema. Entra una llamada al 911 (que bien puede haber sido una persona que marcó al 100, 101 o 103, todas se receptan allí). Contesta indistintamente un policía, un bombero o un miembro de Defensa Civil, a quien el denunciante explica la emergencia. Si esta corresponde al campo de acción de quien la receptó, la atiende, caso contrario la direcciona a quien le compete. Mi anfitriona me cuenta que si llaman pidiendo primeros auxilios por ejemplo, y el que contesta es un bombero, traslada el caso a la Defensa Civil. Opto por quedarme allí, como responsable de las llamadas que le competen a la Policía, es decir asaltos, bebedores en la vía pública, robos, violencia doméstica, entre otros hechos. En caso de que ingrese una llamada de otro tipo, como asfixiados o incendios, pasaremos la llamada a la Defensa Civil o a los Bomberos.
Mientras escucho las instrucciones, oigo, atrás mío, a una de las muchachas de la Defensa Civil atender una llamada. Un ciudadano cuenta que hubo un accidente de tránsito, que el automóvil está en llamas y hay una persona atrapada. Siento un escalofrío al imaginarme la angustia del que llama y ver la calma de la funcionaria que la atiende, un requisito indispensable para esta labor.  Procuro concentrarme en las indicaciones de la Sargento Román. Ella me indica qué decir para tranquilizar a quien llame, pues asegura que muchas veces resulta difícil entender en qué consiste la emergencia, por los nervios o el miedo de quien llama. Ese momento el computador le indica que hay alguien del otro lado de la línea. Ella contesta, haciendo un gesto para indicar que la observe, pues la siguiente llamada es mía.
Cuando llega mi turno, hago clic en “Atender llamada”, que brilla en el monitor, y repito casi de memoria la frase: “Buenas noches, Policía Nacional, ¿cuál es su emergencia?”. Del otro lado de la línea, una voz femenina reporta una riña callejera. Es una señora nerviosa, habla de forma atolondrada, y casi no se le entiende. Sigo al pie de la letra las instrucciones. Le pido que se tranquilice y que me cuente qué es lo que sucede. Menciona botellas rotas, borrachos, un hombre desconocido que golpea a su marido, un partido de fútbol. Lo hace de forma tan atropellada, que debo poner las manos sobre los audífonos para intentar escuchar mejor lo que me está contando. Le pido la dirección, al tiempo que ubico el sector en el mapa que se despliega en la pantalla del computador. Es en un sitio en el sur de Quito, como la mayoría de mis llamadas esa noche. Un barrio cuyo nombre desconozco por completo, Ciudadela México. Me pregunto qué tan lejos quedará. La mujer sigue hablando torpemente, mientras en el fondo se oyen gritos e insultos. Le pregunto su nombre. Murmura una respuesta, casi obligada. Le pregunto si hay heridos. Dice que no sabe. En ese momento me doy cuenta que su forma de hablar es la de una persona que ha consumido alcohol. La tranquilizo diciéndole que en seguida mandaremos una patrulla. Cuelga el teléfono.
Mientras lleno la plantilla  activo el botón de espera, para que no entren más llamadas. La computadora me indica los espacios que debo completar: nombre del denunciante, tipo de hecho que denuncia, detalles, dirección con referencia y zona de la ciudad. Me apuro a clasificar la denuncia según el tipo de incidente (hay una larga lista que incluye libadores en vía pública, violación, robo de ganado, terrorismo, etc). Una vez completado, la sargento Román señala en una lista de opciones de la misma plantilla, la Unidad a la que le corresponde el caso y hago click en “enviar, como quien manda un mail. Los datos van a la pantalla de uno de los policías encargado de monitorear la radio, quien a su vez, se comunica con uno de los patrulleros del sector correspondiente.
Reactivo la entrada de llamada.  La siguiente que tomo es la de un patrullero de turno que pide hablar con el policía a cargo. Estas son frecuentes para reportar las novedades de la noche. Me distraigo brevemente para observar el movimiento a mí alrededor. Dina, una policía joven que está al lado aprovecha que no tiene llamadas y cuenta que su esposo también es uniformado y por eso sus hijos están al cuidado de su suegra. Antes de que pueda darme más detalles sobre su vida en casa, ya tengo nuevamente una llamada. Alguien reporta un auto abandonado en la autopista Simón Bolívar; al parecer fue un accidente y alguien está atrapado dentro. Quienes reportan la llamada no se atreven a bajarse y verificar, pues temen que sea un asalto. Envío un patrullero.
La sargento Román disfruta su trabajo. Se nota por la emoción con la que me cuenta algunas experiencias que le han marcado en los diez años que lleva de servicio. Se conmueve al recordar las llamadas de gente deprimida, que piensa en el suicidio como alternativa a sus problemas. Ella, además de disuadirlos de hacerlo, a veces les da su número de teléfono privado para que la llamen cuando se sientan tristes. Muchas personas la han contactado semanas o meses después para agradecerle por sus palabras, incluso una le dijo que ella salvó su vida. Ella es una mujer creyente y tiene un hijo joven, universitario, en el que piensa cada vez que recibe una llamada que involucra un asalto o un accidente a muchachos jóvenes. Apenas envía el mensaje de auxilio, llama a su hijo para saber que está bien.
En medio de todas las tragedias que se registran, también hay una que otra broma. Algunas las hacen niños que utilizan su imaginación para crear situaciones ficticias de peligro. Otras son chistes que, reconoce Dina, a veces hasta las hacen reír. Pero no faltan también las llamadas ofensivas y con tintes sexuales: “Mamita ven a salvarme pero con 9 que midan 11”, “Me muero… me muero… pero por vos que has de estar rica”, “Ven a apagarme el incendio de adentro”, son algunas de las que recuerdan policías y bomberas. Las que las indignan, ni se atreven a repetir.
En el sistema ya tienen registradas las llamadas de broma o las del “mudo”, en la que simplemente no hay respuesta al otro lado del auricular. Por eso cuando veo que en mi monitor, se identifica una de esas llamadas, me apresuro a contestar. “Buenas noches, Policía Nacional, ¿cuál es su emergencia?” pregunto ávida de escuchar alguna de esas famosas bromas. Silencio profundo. Repito el saludo y la pregunta, y entonces se escucha una respiración al otro lado. Pero ni una palabra. Insisto varias veces, pero la respiración solo se acelera. Con voz firme, casi como una orden, Emperatriz me dice que cuelgue. Es la primera vez en toda la noche que la veo molesta. Obedezco y la amabilidad y calidez de mi instructora, aparecen nuevamente en su rostro.
No pasan dos minutos y entra una llamada que es tomada por Dina. Sigue el protocolo de respuesta y pocos segundos después empieza a molestarse, se sonroja y alza el tono de voz. Le pido que me pase la diadema. Es una señora. Grita que le robaron la herencia, insulta a la Policía, pide a Dios que castigue a la humanidad, llora un poco, habla arrastrado y con pausa. Intento entender de qué se trata, le pido que me detalle lo que le sucedió. “Esto no es Miami, allá todo es seguro, no como acá que me robaron la herencia y mi acta de divorcio, porque ese sinvergüenza se quería comer hasta mis billetes; un millón de sucres que yo tenía escondido en mi cartera y que me robaron, todo se roban aquí, hasta el pico del Ilaló se robaron.” Dina me dice que la señora está loca, que a veces también entran ese tipo de llamadas. Me sugiere que le diga que ya enviamos un patrullero. Sigo el consejo. “No quiero patrullero, no quiero policías, también son unos desgraciados, unos infelices, unos sinvergüenzas. Esos me robaron, me mienten, me engañan, todos me mienten, por eso me escondí atrás del armario para que no me quiten mis documentos también, si hasta mis joyas se me llevaron y mis hijos me querían quitar la cartera.”
A pesar de que hace poco tiempo leí en un diario que el 911 se satura con ese tipo de llamadas, fuera de la señora que juraba que se robaron el pico del Ilaló, no pude comprobar que fueran tantas las llamadas falsas. Sin embargo Emperatriz y Dina me aseguraron que en general sí suelen ser muy frecuentes.
Al final del turno, todo parece funcionar. Una cafetera a medio llenar, risas y conversaciones de vez en cuando, trabajo intenso que no permite moverse del cubículo pues una tras otra, las llamadas no censan de ingresar, ante la respuesta pausada y paciente de quien todos los días, en distintos turnos, tiene que escuchar de todo, desde intentos de suicidio hasta bromas de mal gusto, con la certeza siempre, de que en algún momento, lo que diga, la rapidez con que atienda una emergencia, la respuesta ante el pánico, puede salvar una vida.

lunes, 27 de junio de 2011

Crónica de una muerte

El paisaje es una perfecta ilustración del páramo ecuatoriano, en el que las montañas predominan
en tonos amarillos y verdes, abrazadas por una bruma espesa, que solo por momentos deja ver un
cielo azul con ese sol que alumbra pero que rara vez calienta. Retazos de gamas de verde que se
reparten en tierras fértiles, donde siembran papas, habas, cebolla, que sirven de alimento para un
puñado de familias que viven en Gramapamba, comunidad indígena ubicada al sur de Riobamba,
a cuarenta minutos de Guamote. No son más de dos mil personas que trabajan la tierra y crían sus
animales, a la vez que estrechan vínculos solidarios para compartir penas, dichas y alimentos.



Paisaje de Gramapamba, Chimborazo


El frío penetra inclemente, entume hasta los pensamientos, y aún así, los niños juegan entre las
ovejas, las llamas y los burros, se trepan sobre los leños amontonados para calentar un poco las
casitas de adobe, madera o bloque, en el mejor de los casos. Tosen, estornudan andan mocosos,
sucios, apenas cubiertos con pedazos de ropa vieja casi inservibles, ayudan a su madre a meter la
ropa tendida antes de que llueva y se refugian al interior de la casa con los perros y el gato, poco
antes de que oscurezca y queden en la penumbra, porque en Gramapamba, rara vez hay luz.


Una familia invitada a la boda


Y es allí, en esa comunidad aislada, se conocieron Alejandro Vimos y Rosita Paguay; ella tenía 16
años cuando él, de 20, la enamoró y se fueron a vivir juntos. De eso hace seis años. Tuvieron dos
niños: Juan Polibio que hoy tiene tres años y Angel Armando, de apenas cinco meses.

El 26 de marzo pasado Alejandro y Rosita decidieron casarse por la iglesia nos cuenta el novio
sentado en una vieja silla de plástico, en el patio de su casa, mientras se frota las manos y tiembla.
Corre un viento helado. Fue una boda doble, nos cuenta: Rosita y Alejandro y Juan y Margarita.
Toda la comunidad estaba invitada a un festejo de dos días. Todo empezó el viernes, cuando
fueron invitados a comer el “chapuchi”, dice Carmela, una amiga de la pareja, a la vez que nos
explica que esta es una sopa a base de machica a la que le añaden pollo, carne de res, papas y
habas, y que se comparte con los familiares y amigos en las ocasiones especiales. Al día siguiente,
por la mañana, se celebró el matrimonio doble, y de paso el bautizo de Juan Polibio, hijo mayor
de Rosita y Alejandro. Fue un festejo en combo. “Ahora solo falta el guagua”, dice mientras mira
hacia la casa, donde su hijo Angel tose sin parar.


Alejandro es joven, tiene 24 años. Lleva un jean, un saco azul con capucha y una gorra roja.
Su vestimenta lo hace parecer lejano a las costumbres campesinas. Intenta cargar al bebé
pero apenas lo sostiene por unos minutos, pues tiene un pie lastimado. Artrosis dice él. Fue el
diagnóstico que le dieron, pero como no había plata, tampoco hubo medicinas. Tiene dificultad
en caminar. Cuenta que su pie le molesta hace años; en una ocasión lo sacaron cargando hasta
la carretera empolvada y luego lo llevaron en una camioneta que les cobra un dólar por llevarles
hasta la carretera principal. Otro dólar por regresar a la comunidad. Ese día no podía caminar. Hoy
al menos se mueve, dice mirando al piso.

El día de la boda, el “mashalla”, nombre indígena que se le da a esta celebración, la tradición
indica que los novios sean amarrados con una especie de pañuelo, por el cuello, lo que simboliza
la unión. Previo a ello, los partes del matrimonio se entregan con comida, trago y una vela que
luego será utilizada durante el baile matrimonial, iniciado por un niño de diez años, pariente de
los novios. Los padrinos de los novios amarran los ponchos o una sábana y arman una especie
de toldo encima de los novios que están en el centro de la pista de baile, mientras los niños,
alrededor, sosteniendo la vela, queman ligeramente el pelo de los padrinos, como un símbolo de
pureza.

Hoy en día, no se siguen todas las tradiciones, hay variantes; actos más, actos menos, y ese día,
el festejo empezó hacia el medio día; comieron de todo, tomaron “harta chicha”, y para el baile
llegó un joven de Guamote con su discomóvil. Poco después del inicio del festejo y como cosa
normal en esta zona, se fue la luz, pero eso sí, la fiesta tenía que seguir, así que llevaron una planta
eléctrica para que el baile pueda continuar….


Día de la boda,
Foto: cortesía de la familia Vimos

Esos días había llovido con más frecuencia de lo normal, y en temporadas de tormenta, hay
rayos que caen sobre los transmisores y cortan la electricidad. Aún así, fiestas como esta, no
pueden parar. Chicha va, chicha viene, baile sin parar, aplausos y silbidos de vivan los novios; ya
no sentían frío ni cansancio. Noche de derroche de alegrías, de trago, de risas. Noche de fiesta en
Gramapamba. Sin luz, pero con discomóvil.

Rosita y Alejandro bebieron, cantaron y no pararon de bailar hasta las diez de la noche. Los
invitados y los novios sabían que era el momento de cumplir con una tradición que alegra las
bodas y sella el vínculo: “el dormichi”, la ceremonia de la noche de bodas que se cumple desde
hace siglos y que consiste en encerrar a los novios en una habitación, en la que deben permanecer
custodiados por los “porteros”, usualmente amigos de confianza de los recién casados, hasta el día
siguiente. Marido y mujer se quedan en ropa interior y se prepara su lecho matrimonial hecho por
una capa de paja, un colchón, ortiga y otro colchón. Una vez preparada, los porteros les enseñan
a los novios cómo deben consumar su matrimonio, mediante explicaciones y demostraciones
sobre dónde el novio debe acariciar, cómo la novia debe responder, qué palabras se deben usar,
mientras señalan las partes del cuerpo, en una especie de juego sexual explícito. Ellos deben
verificar la consumación del matrimonio, mientras los invitados están en el patio, cantando y
bailando. Con las prendas de vestir de los novios, los testigos, también cercanos a los recién
casados, hacen una especie de “amarrados” y van golpeando a los invitados, indicando que todos
deben salir a bailar. Durante toda la fiesta, los porteros hacen de custodios y se aseguran que los
novios no salgan, caso contrario, tendrán que pagar en trago su descuido. Así pasan su primera
noche como marido y mujer, mientras el resto de invitados continúa la fiesta. Al día siguiente, los
recién casados, enseñan un muñeco, que representa los hijos que están por venir y participan en
el “jatarichi”: ritual en el que son sumergidos en agua, puede ser un lago, un río, una sequia, luego
ortigados y finalmente premiados con un desayuno abundante y delicioso.



En el centro Alejandro y Rosita
Fotografía: cortesía de la familia Vimos

La noche del “dormichi”, y cumpliendo con la tradición, Alejandro y Rosita, junto con sus dos
hijos, Juan y Margarita con su bebé de pocos meses, además de cinco testigos, se acomodaron
en las camas mientras el resto de invitados continuaba la fiesta y la puerta del cuarto permanecía
cerrada. En este caso, los novios no completaron la tradición, pues al tener hijos, ya había
demostración de que el matrimonio se había consumado varios años atrás, sin embargo sí fueron
encerrados, custodiados por los testigos y sin permiso de salir. Cerca de la una de la mañana, uno
de los niños que se encontraba al interior se empezó a quejar, con dolores de cabeza y estómago.
Algo no estaba bien. Su madre lo miró y se inquietó porque El muchacho estaba a punto de
desmayarse. Esa fue la alerta. Los pocos invitados que quedaban, entraron a la habitación del
dormichi y se percataron de que los novios, los niños y los testigos estaban desmayados. La planta
eléctrica había sido instalada en el cuarto de los novios, y la combustión del motor provocó una
asfixia masiva.

Los invitados, aterrados, no sabían qué hacer. Alguien tenía una camioneta vieja, pero todos
habían tomado “harta chicha” y las condiciones del camino desde Gramapamba hasta la carretera
que conduce a Guamote, son muy malas. Les tomó cerca de una hora llegar al Hospital de
Guamote, para pedir auxilio, como también ocurre en estas zonas del país, ese momento, la
ambulancia no estaba disponible. Debieron ser los bomberos los encargados de rescatar a las doce
personas. Sin embargo llegaron cerca de cuatro horas después.
Lo último que recuerda Alejandro es que entró a la habitación para el “dormichi”. Cuando abrió
los ojos estaba en el hospital. Tiene recuerdos entrecortados. Preguntó qué había pasado, y sin
terminar de entender, se enteró que su esposa había muerto y había sido trasladada a la morgue
de Riobamba para hacerle la autopsia, cuenta él, en un español mezclado con quechua, y con los
ojos vidriosos. “Nos tocó enterrarle aquí arriba” dice señalando la montaña. “Ahí ya quedó con
papa dios”.


Dentro de la casa se sigue escuchando toser y llorar al bebé. Lleva más de un mes enfermo con
tos y sin poder lactar. El pequeño también inhaló monóxido de carbono. “Sí le llevamos al hospital
pero dijeron que estaba sanito. Ahora que no está mi mujer, mi huasha madrina le da de tetar”.
Los efectos del monóxido de carbono sobre un ser humano son fatales. Al ser un gas inodoro,
insaboro e incoloro, la gente no lo percibe mientras cubre los glóbulos rojos y no deja espacio
para que entre el oxígeno y pueda ser transmitido a los tejidos. Entonces produce asfixia. Quien
sobrevive a una inhalación de grandes cantidades de este gas, puede tener secuelas neurológicas
irreversibles. La consecuencia más grave es la muerte, que hoy Alejandro lamenta.
En el cuarto de cuatro por tres metros, dividido en dos partes: una para Alejandro y sus dos hijos,
y otra para Juan, Margarita y su bebé, sentada sobre la cama, está Elena, la “huasha madrina”,
cargada del pequeño que llora, no para de toser y tiene la respiración acelerada. Antes de morir,
su madre, estaba preocupada por el pequeño, pensó en que después de los festejos lo llevarían
al hospital, cuenta Elena, de poca estatura, vestida con una falda azul que le llega a los tobillos,
se cubre la espalda con un pañuelo rojo y sobre su cabeza lleva un sombrero café. Mira al niño
inquieta.



Alejandro Vimos no puede trabajar; sufre de una discapacidad en su pierna



A Alejandro le queda el recuerdo de la boda, registrado en unas cuantas fotos que guarda en la
cámara de su hermano. “Rosita me acompañaba. Hoy no tengo planes”. Se detiene en una de las
imágenes. Ahí están los cuatro novios. A Rosita se la ve sonriente, con su sombrero en la mano.
Corren las lágrimas por las mejillas de Alejandro. “Tristísimos hemos quedado”. Sentado sobre el
pasto, entre los alambres que sostienen la ropa, las ollas que le regalaron por su matrimonio, y
los zapatos de su hijo menor, Alejandro fija su mirada a lo lejos, como quien espera el regreso del
que se fue por un rato, pierde sus anhelos entre las montañas que parecen alcanzar el cielo. Hoy
piensa en la ironía de “lo que Dios quiere”, de aquella madrugada de marzo que terminó siendo el
primero y el último de sus días como marido y mujer.



miércoles, 16 de febrero de 2011

Crónicas de Haití

Llegar a Haití es descubrir un mundo de absurdos, inimaginables, incoherencias y ruido. Sin embargo desde los más pequeños actos de los haitianos en su cotidianidad uno descubre lo extraordinaria, en todo el amplio sentido de la palabra, que puede llegar a ser la llegada de un extranjero de piel blanca, o más bien un poco tostada como sería en mi caso, y cómo este pueblo de hermosas mujeres y hombres dignos de escultura, tiene una capacidad increíble de solidaridad, acogida y ganas de buscar salidas a tantos problemas, a tanta pobreza, a tanta desesperanza.

Compartir con estas personas, desde las distintas posiciones en las que me he encontrado en este país, me ha hecho ampliar mi visión del mundo, me ha permitido descubrir un pueblo luchador dentro de su propio caos, que claro está, es el pan de todos los días, pues ellos han logrado acomodarse en medio de una infinidad de situaciones que para mí, joven, estudiante, mujer, venida de un país en el que las condiciones de vida de la mayoría de la población tampoco son las mejores, son absolutamente incomprensibles, e incluso llegaron a ser atemorizantes.

Para movilizarme dentro de Haití, desde Puerto Príncipe hasta Puerto de Paz, tuve que subirme a un avión que parecía reliquia de alguna guerra mundial, oyendo las destartaladas latas bailar al son de las maniobras de los pilotos, para presenciar, y sobre todo sentir en lo más profundo de las entrañas, un aterrizaje inimaginable para el siglo XXI: una carretera polvorienta, por donde corren presurosos niños y las mujeres incluso tienen tiempo de seguir caminando con su tan marcada cadencia, mientras los canastos que llevan en sus cabezas parecen estar pegados a ellas, pues ni siquiera se inmutan frente al avión que levanta el polvo y el alboroto de los más pequeños.

Pero adentro, yo tiemblo, sobre todo desde que en el despegue desde Puerto Príncipe, mi compañero de asiento, se encargó de hacerme saber, muy oportunamente por cierto, que durante esa semana, las autoridades haitianas habían clausurado todos los vuelos internos de una compañía, por la sencilla razón de que dos aviones se habían estrellado en menos de cinco días. Pero finalmente logro descender a tierra firme, sana, salva y completa.

Encontrar a unas mujeres de chocolate que caminan con trajes de lentejuelas, faldas largas e incluso chales, sombreros y carteras, zapatos de tacón alto y miradas conquistadoras, todo esto bajo un sol incandescente que parece no dar tregua ni un momento, pero ellas ahí, incólumes, sobre todo cuando se trata de ir a la iglesia, pues definitivamente ese es un rito que no se pasa por alto sin importar las difíciles condiciones en las que hay que desplazarse para conseguir estar puntuales. Y lo están. No sólo puntuales, si no también bellas y convencidas de la fe cristiana; entonan las canciones más diversas tanto en francés como en su créole, lengua nativa que mezcla francés, inglés y español. En la misa, el padre que tiene la voz de una doncella, se dirige a sus fieles y da la bienvenida al grupo de militantes que han llegado al bien llamado Puerto de Paz, pues a pesar de todas las advertencias que me hicieron previo al viaje, al menos esta ciudad hace honor a su nombre, pues todos son amables y la llegada de un grupo de foráneos no hace más que exacerbar la curiosidad de los nativos.

Yo me dediqué a tomar fotografías y tratar de entender el créole,  labor que no me fue del todo posible, pues si bien, tiene muchas palabras francesas, la estructura de las frases es bastante diferente. Los niños se empujaban para ser fotografiados, incluso cuando los profesores los empezaron a golpear con ramas y correas para que siguieran avanzando y no se detuvieran ante nuestra presencia. Yo, al igual que los militantes de la organización para la que estaba trabajando, que lucha por reivindicar los derechos de los trabajadores en América y el mundo, nos preocupamos frente a la reacción de golpear a los niños, pero ni ellos, ni los demás lugareños que veían la escena, parecieron sorprenderse, mucho menos aún, molestarse, incluso muchos de ellos empezaron a reír.

Esa misma tarde, mientras yo había logrado tener unos minutos para ir a descansar de ese sol incandescente, me desperté asustada, con la sensación de que alguien me estaba espiando, y para mi sorpresa, al abrir los ojos me encuentro con una decena de niños asomados por la ventana contemplando mi placentera siesta, y entonces entendí cómo, probablemente se habían estado sintiendo ellos frente al lente de mi cámara.

Durante mis días en Puerto de Paz pude asistir a una escuela de formación dirigida por los militantes de la organización con la que había viajado para ser intérprete en su encuentro continental. En esta escuela las jóvenes haitianas aprenden a coser, tejer y cocinar durante tres años, al cabo de los cuales, adquieren un título validado por el estado, e incluso hacen una fiesta de graduación con vestidos largos y anillos de graduadas, que quedan marcadas para siempre en unas pequeñas fotos que pretenden vendernos por unas pocas gulgas.

Al salir de este centro, una de las jóvenes parece desmayarse ante la mirada impávida de sus compañeras y la pronta reacción de uno de los educadores que la carga con la ayuda de otro maestro. Poco después la joven empieza a agitarse y a adoptar movimientos un tanto bruscos. Nosotros nos preocupamos y nos detenemos ante lo que parece un ataque de epilepsia, sin embargo, una de las estudiantes empieza a contar que no hay que preocuparse, que su amiga tiene constantemente esos ataques que en realidad no se deben a ninguna enfermedad más que a un acto de magia negra. Y aquí cabe aclarar que Haití es un país en donde la magia y la santería son prácticas comunes e incluso muchas veces se les llega a tomar en cuenta como religiones, se hacen aportes monetarios a las “santas” o mujeres que pueden realizar cualquier acto de magia, desde conseguir el amor del ser deseado hasta provocar la muerte de un rival, generalmente, amoroso, pues es importante decir que la razón más poderosa para hacer brujería en contra de alguien es el haberse robado un novio o un marido más lujurioso de la cuenta, pues aquí las mujeres son muy cuidadosas de lo que tienen a su lado, y hacen bien, los hombres son de exportación.

El corte constante de la luz es otro grave problema al que los haitianos se han acostumbrado, y uno ve en los mercados, que obviamente están en medio de la vía pública, caotizando aún más (si es que eso es posible) el ya caótico tráfico haitiano, en el que prácticamente no hay semáforos, y en donde sin lugar a dudas funciona la ley de la selva, y eso más que nunca pude comprobarlo en el viaje en bus desde Puerto Príncipe hasta Cayes, al norte de la isla. Viajamos a una velocidad inimaginable, con el harmonioso pito de locomotora que no se detuvo hasta que finalizó el viaje, y claro está, esto tenía una explicación; el chofer no debe dejar de pitar durante todo el recorrido, pues el sonido ahuyenta a niños y demás curiosos lugareños que se inquietan frente al paso de un bus con turistas. Lógico. Dentro de la maravillosa lógica haitiana, claro está, lógica que para mí, humilde traductora, realmente resultaba bastante dudosa. Pero en fin. El tortuoso viaje desde Puerto Príncipe hasta Cayes no solo acabó con mis ya maltrechos oídos, sino que también se encargó de desgastar buena parte de mi anatomía dedicada a reposar sobre los asientos dignos de tortura china. No contenta con eso, mi pobre sistema nervioso destruido entre la velocidad e imprudencia del conductor y la impavidez del resto de los pasajeros, pasó a un segundo plano, cuando el sol inclemente se encargó de secar mis últimas reservas de líquido y mi estoico estómago plegó sus armas ante el mínimo alimento o líquido que intentaba acomodarse por ahí. Yo necesitaba un baño. Y de urgencia. Lástima que en Haiti, ese concepto dista un poco del que yo tengo en mente, que al menos debe cumplir con la existencia de un inodoro, tampoco creo que pida mucho, digo yo. Sin embargo, y al parecer, mis requerimientos eran demasiado exigentes, peor en medio de una carretera en donde no hay nada más que unas cuantas casas desperdigadas entre los matorrales y la polvareda. Cero gasolineras. Peor aún restaurantes. Y bueno, como mis compañeros de viaje eran menos remilgosos que yo, no tuvieron mayor problema en hacer de las suyas en el campo abierto, ante la mirada indiferente del chófer. Pero yo no. Malditos modales, maldito pudor, malditos inodoros.

Y la camada de nuevo al bus. Y de nuevo a mi tortura. ¿Sería a caso expiación de mis culpas? Probablemente… Cuando finalmente, un alma piadosa anunció que estábamos entrando a la ciudad de Cayes. Finalmente el retiro de curas al que íbamos estaba cerca… Empecé a respirar con más tranquilidad y el zumbido en mis oídos pareció disminuir. Si había estado en ese calvario por más de tres horas, que más daban unos cuantos minutos más.
Pero no. Si existe un dios, definitivamente parecía burlarse de mí. El dichoso alcalde la ciudad y la organización de base habían decidió hacerles una bienvenida con bebidas y sánduches. ¿Quién podía negarse a eso? ¡Yo! Pobre y mísera traductora. Una vez más, no tuve otra opción que esperar. Claro que para esas alturas estaba deshidratada y cuasi desmayada entre los brazos de un atento brasilero, que al verme así, pensó que quizás la “aniñada” traductora no estaba dramatizando, sino que, en efecto, había sucumbido ante los múltiples maltratos a su debilitada anatomía y la inclemencia de 30 grados a la sombra. Sólo eso.

Felizmente no hubo mayores tragedias que añadir a ese abominable viaje en bus, y en su lugar, tuve como premio la tan ansiada llegada al centro de descanso de los sacrificados religiosos, que misteriosamente, siempre logran arreglárselas para vivir como reyes, mientras luchan, incansables, por la salvación del resto de los mortales.

La vida diaria en la casa de retiro, fue mucho más llevadera. Vivíamos rodeados de un montón de curas, eso sí, que daban sus misas antes de que salga el sol, con cánticos conmovedores hasta la médula, incluso en la calidez de mi habitación, podía sentirme fascinada por la mezcla cultural entre las prácticas, idioma y creencias locales con los aportes más antiguos del catolicismo. Oír misa en créole con cánticos incluidos, parecía realmente cosa de otro mundo. Si a esto se le añade el desfile diario de hermosas niñas con las cabezas llenitas de lazos coloridos y combinados con sus uniformes de escolares, descubriendo encantadas la maravilla de ser diferentes: ellas con su tersa piel caoba, sus grandes ojos aceituna, sus sonrisas dignas y sus correteos inquietos, nosotros, medio blancos, medio indios, más mestizos, con nuestra inmensa curiosidad ante ese pueblo que nos había acogido. Pero la aparente calma no duró mucho; a los pocos días de llegados, se desató un diluvio interminable. Parecía que alguien había abierto la llave en el cielo, y no estaba dispuesto a volverla a cerrar. Además, la lluvia no llegó sola, vino acompañada de fuertes vientos que alzaban las sillas de la sala de convenciones, hacían volar las cortinas en todos los sentidos, y por momentos, nos escapábamos de desaparecer por los cielos como una versión moderna de Mary Poppins. Los papeles de las traductoras, expositores y activistas hacían remolinos sobre nuestras cabezas mientras en nuestra cómoda ignorancia, nosotros no nos habíamos enterado que esa estremecedora lluvia no era nada más que el acercamiento de un huracán que pasaba hacia Cuba. En Quito, mis papás, habían estado al borde del colapso, porque para adornar el escenario terrorífico que ofrecían los noticieros, era prácticamente imposible lograr comunicación conmigo en semejantes tierras recónditas. Cuando finalmente lograron encontrarme, pudieron volver a respirar.

Ante estas nuevas vicisitudes en mi breve estadía en Haití, mi ansiedad por regresar se hacía cada vez más evidente, no solo por todos los estragos de la lluvia (inundaciones, río desbordado, pérdida de luz y por ende imposibilidad de traducir con equipos) sino también por las extrañas prácticas de mis compañeros de viaje, que para pasar el tiempo, se dedicaban a saltarse de una cama a la otra, sobre todo en las noches de mayor tormenta. Para que se les quite el miedo ha de haber sido, porque en el calor que hacía, el calor humano no era de las mejores opciones. Bueno, para ellos quizás sí. En todo caso, daban unos conciertos de exclamaciones lujuriosas, que mejor ni hablar. Conservadora como nunca antes me sentí yo, metida en mi cuarto, tapada con la sábana hasta la nariz para evitar las odiosas visitas de los mosquitos, que ni frente al Detán se detenían. Pero volviendo a mi ansiedad de volver a Quito mi lindo Quito, ya las noches se me empezaron a hacer más largas, peor aún después de haberme escapado de mil y un maneras a los múltiples galanteos de estos latinos que creen que favor que hacen cuando le regresan a ver a una, y que se ponen a escribir la carta de amor más pasional a la media hora de haberle visto o que de repente creen que parte del contrato es decir sí a cualquier cosa, por más absurda, inoportuna e improbable sea esa cualquier cosa. ¡Menos mal que cuando ellos iban, yo estaba de vuelta! Si no, por partes hubiera vuelto… Porque ni propuestas de matrimonio faltaron. Es que los haitianos no son cortos de palabras, peor aún de galanteos. Pero claro, yo fiel a mi corazón empeñado en mi propia tierra, más preocupada por el que dejé en predios quiteños estaba que en escuchar palabras melosas que terminaron por hacerme reír con mi risa nerviosa y sarcasmo a usar en caso de extrema emergencia.

Ahora, en la comodidad del sillón de la sala de estar de mi hogar dulce hogar, me quedan recuerdos muy gratos de ese viaje. Conocer gente nueva, que se estremece frente a mi absoluta sinceridad y humor negro, y que finalmente decide reírse conmigo en lugar de asustarse de mí, siempre es una gran experiencia. Más aún cuando uno aprende a ir más allá de las aparentes diferencias culturales.

La otra traductora que viajó conmigo, una mujer con varios años de experiencia, se convirtió en mi confidente y mi compañera no solo en la magia de cambiar palabras, ideas y conceptos de un idioma a otro, si no en el arte de chismear, porque definitivamente el chisme es un arte. Al menos, lo fue en Haití. Orejas de confesor las nuestras. Qué no oímos en ese viaje… Ahí es cuando uno no sabe si el entendimiento perfecto de dos idiomas ayuda o inculpa. En todo caso, si es que inculpa, como he pensado tantas veces, no me queda más que alegrarme de ser culpable, porque si no fuera por la maravilla de la comunicación, ya sea en mi natal español o en mi tempranamente adquirido francés, no hubiera conocido tantas cosas como pude conocer en Haití, no hubiera tenido el maravilloso placer de pecar con la vista turbada ante tanta belleza morena, ni hubiera podido sentir la contradictoria sensación de independencia al tener que volver a decidir y vivir con la absurda soledad que me ofrece la lejanía de mi tierra, de mi sabia madre, de mi exigente padre, de mis hermanas compañeras de la vida, de ese novio que ha aprendido a esperarme en las lejanías, de ese abuelo orgulloso de mi independencia, de esa abuela recelosa de mis huídas temporales y de esos amigos siempre curiosos por los detalles de mis aventuras...

Haití fue para mí una de las experiencias más contrastantes y fuertes de toda mi vida, por la intensidad de cada día, en lo absurdo de cada acontecer y en la inmensidad de los haitianos, que en medio del caos, la pobreza, las calles polvorientas, la contaminación, los cascos azules que parecen más dueños del país que los propios nativos, han aprendido a mirar con ojos de esperanza, con la sensibilidad que solo les puede haber sido otorgada después de una vida entera de ser sobrevivientes y olvidados por el mundo, pero hermanos de los latinoamericanos, unidos desde siempre por los lazos irrompibles de la solidaridad.

Si hay que volver a Haití, pues allá voy. Quizás con una maleta más grande y con más repelente, pero con la misma convicción de que para cada momento de susto, angustia o tristeza, hay diez más de alegrías y sonrisas dispersas.


María Sol Borja
Noviembre 2007