miércoles, 16 de febrero de 2011

Crónicas de Haití

Llegar a Haití es descubrir un mundo de absurdos, inimaginables, incoherencias y ruido. Sin embargo desde los más pequeños actos de los haitianos en su cotidianidad uno descubre lo extraordinaria, en todo el amplio sentido de la palabra, que puede llegar a ser la llegada de un extranjero de piel blanca, o más bien un poco tostada como sería en mi caso, y cómo este pueblo de hermosas mujeres y hombres dignos de escultura, tiene una capacidad increíble de solidaridad, acogida y ganas de buscar salidas a tantos problemas, a tanta pobreza, a tanta desesperanza.

Compartir con estas personas, desde las distintas posiciones en las que me he encontrado en este país, me ha hecho ampliar mi visión del mundo, me ha permitido descubrir un pueblo luchador dentro de su propio caos, que claro está, es el pan de todos los días, pues ellos han logrado acomodarse en medio de una infinidad de situaciones que para mí, joven, estudiante, mujer, venida de un país en el que las condiciones de vida de la mayoría de la población tampoco son las mejores, son absolutamente incomprensibles, e incluso llegaron a ser atemorizantes.

Para movilizarme dentro de Haití, desde Puerto Príncipe hasta Puerto de Paz, tuve que subirme a un avión que parecía reliquia de alguna guerra mundial, oyendo las destartaladas latas bailar al son de las maniobras de los pilotos, para presenciar, y sobre todo sentir en lo más profundo de las entrañas, un aterrizaje inimaginable para el siglo XXI: una carretera polvorienta, por donde corren presurosos niños y las mujeres incluso tienen tiempo de seguir caminando con su tan marcada cadencia, mientras los canastos que llevan en sus cabezas parecen estar pegados a ellas, pues ni siquiera se inmutan frente al avión que levanta el polvo y el alboroto de los más pequeños.

Pero adentro, yo tiemblo, sobre todo desde que en el despegue desde Puerto Príncipe, mi compañero de asiento, se encargó de hacerme saber, muy oportunamente por cierto, que durante esa semana, las autoridades haitianas habían clausurado todos los vuelos internos de una compañía, por la sencilla razón de que dos aviones se habían estrellado en menos de cinco días. Pero finalmente logro descender a tierra firme, sana, salva y completa.

Encontrar a unas mujeres de chocolate que caminan con trajes de lentejuelas, faldas largas e incluso chales, sombreros y carteras, zapatos de tacón alto y miradas conquistadoras, todo esto bajo un sol incandescente que parece no dar tregua ni un momento, pero ellas ahí, incólumes, sobre todo cuando se trata de ir a la iglesia, pues definitivamente ese es un rito que no se pasa por alto sin importar las difíciles condiciones en las que hay que desplazarse para conseguir estar puntuales. Y lo están. No sólo puntuales, si no también bellas y convencidas de la fe cristiana; entonan las canciones más diversas tanto en francés como en su créole, lengua nativa que mezcla francés, inglés y español. En la misa, el padre que tiene la voz de una doncella, se dirige a sus fieles y da la bienvenida al grupo de militantes que han llegado al bien llamado Puerto de Paz, pues a pesar de todas las advertencias que me hicieron previo al viaje, al menos esta ciudad hace honor a su nombre, pues todos son amables y la llegada de un grupo de foráneos no hace más que exacerbar la curiosidad de los nativos.

Yo me dediqué a tomar fotografías y tratar de entender el créole,  labor que no me fue del todo posible, pues si bien, tiene muchas palabras francesas, la estructura de las frases es bastante diferente. Los niños se empujaban para ser fotografiados, incluso cuando los profesores los empezaron a golpear con ramas y correas para que siguieran avanzando y no se detuvieran ante nuestra presencia. Yo, al igual que los militantes de la organización para la que estaba trabajando, que lucha por reivindicar los derechos de los trabajadores en América y el mundo, nos preocupamos frente a la reacción de golpear a los niños, pero ni ellos, ni los demás lugareños que veían la escena, parecieron sorprenderse, mucho menos aún, molestarse, incluso muchos de ellos empezaron a reír.

Esa misma tarde, mientras yo había logrado tener unos minutos para ir a descansar de ese sol incandescente, me desperté asustada, con la sensación de que alguien me estaba espiando, y para mi sorpresa, al abrir los ojos me encuentro con una decena de niños asomados por la ventana contemplando mi placentera siesta, y entonces entendí cómo, probablemente se habían estado sintiendo ellos frente al lente de mi cámara.

Durante mis días en Puerto de Paz pude asistir a una escuela de formación dirigida por los militantes de la organización con la que había viajado para ser intérprete en su encuentro continental. En esta escuela las jóvenes haitianas aprenden a coser, tejer y cocinar durante tres años, al cabo de los cuales, adquieren un título validado por el estado, e incluso hacen una fiesta de graduación con vestidos largos y anillos de graduadas, que quedan marcadas para siempre en unas pequeñas fotos que pretenden vendernos por unas pocas gulgas.

Al salir de este centro, una de las jóvenes parece desmayarse ante la mirada impávida de sus compañeras y la pronta reacción de uno de los educadores que la carga con la ayuda de otro maestro. Poco después la joven empieza a agitarse y a adoptar movimientos un tanto bruscos. Nosotros nos preocupamos y nos detenemos ante lo que parece un ataque de epilepsia, sin embargo, una de las estudiantes empieza a contar que no hay que preocuparse, que su amiga tiene constantemente esos ataques que en realidad no se deben a ninguna enfermedad más que a un acto de magia negra. Y aquí cabe aclarar que Haití es un país en donde la magia y la santería son prácticas comunes e incluso muchas veces se les llega a tomar en cuenta como religiones, se hacen aportes monetarios a las “santas” o mujeres que pueden realizar cualquier acto de magia, desde conseguir el amor del ser deseado hasta provocar la muerte de un rival, generalmente, amoroso, pues es importante decir que la razón más poderosa para hacer brujería en contra de alguien es el haberse robado un novio o un marido más lujurioso de la cuenta, pues aquí las mujeres son muy cuidadosas de lo que tienen a su lado, y hacen bien, los hombres son de exportación.

El corte constante de la luz es otro grave problema al que los haitianos se han acostumbrado, y uno ve en los mercados, que obviamente están en medio de la vía pública, caotizando aún más (si es que eso es posible) el ya caótico tráfico haitiano, en el que prácticamente no hay semáforos, y en donde sin lugar a dudas funciona la ley de la selva, y eso más que nunca pude comprobarlo en el viaje en bus desde Puerto Príncipe hasta Cayes, al norte de la isla. Viajamos a una velocidad inimaginable, con el harmonioso pito de locomotora que no se detuvo hasta que finalizó el viaje, y claro está, esto tenía una explicación; el chofer no debe dejar de pitar durante todo el recorrido, pues el sonido ahuyenta a niños y demás curiosos lugareños que se inquietan frente al paso de un bus con turistas. Lógico. Dentro de la maravillosa lógica haitiana, claro está, lógica que para mí, humilde traductora, realmente resultaba bastante dudosa. Pero en fin. El tortuoso viaje desde Puerto Príncipe hasta Cayes no solo acabó con mis ya maltrechos oídos, sino que también se encargó de desgastar buena parte de mi anatomía dedicada a reposar sobre los asientos dignos de tortura china. No contenta con eso, mi pobre sistema nervioso destruido entre la velocidad e imprudencia del conductor y la impavidez del resto de los pasajeros, pasó a un segundo plano, cuando el sol inclemente se encargó de secar mis últimas reservas de líquido y mi estoico estómago plegó sus armas ante el mínimo alimento o líquido que intentaba acomodarse por ahí. Yo necesitaba un baño. Y de urgencia. Lástima que en Haiti, ese concepto dista un poco del que yo tengo en mente, que al menos debe cumplir con la existencia de un inodoro, tampoco creo que pida mucho, digo yo. Sin embargo, y al parecer, mis requerimientos eran demasiado exigentes, peor en medio de una carretera en donde no hay nada más que unas cuantas casas desperdigadas entre los matorrales y la polvareda. Cero gasolineras. Peor aún restaurantes. Y bueno, como mis compañeros de viaje eran menos remilgosos que yo, no tuvieron mayor problema en hacer de las suyas en el campo abierto, ante la mirada indiferente del chófer. Pero yo no. Malditos modales, maldito pudor, malditos inodoros.

Y la camada de nuevo al bus. Y de nuevo a mi tortura. ¿Sería a caso expiación de mis culpas? Probablemente… Cuando finalmente, un alma piadosa anunció que estábamos entrando a la ciudad de Cayes. Finalmente el retiro de curas al que íbamos estaba cerca… Empecé a respirar con más tranquilidad y el zumbido en mis oídos pareció disminuir. Si había estado en ese calvario por más de tres horas, que más daban unos cuantos minutos más.
Pero no. Si existe un dios, definitivamente parecía burlarse de mí. El dichoso alcalde la ciudad y la organización de base habían decidió hacerles una bienvenida con bebidas y sánduches. ¿Quién podía negarse a eso? ¡Yo! Pobre y mísera traductora. Una vez más, no tuve otra opción que esperar. Claro que para esas alturas estaba deshidratada y cuasi desmayada entre los brazos de un atento brasilero, que al verme así, pensó que quizás la “aniñada” traductora no estaba dramatizando, sino que, en efecto, había sucumbido ante los múltiples maltratos a su debilitada anatomía y la inclemencia de 30 grados a la sombra. Sólo eso.

Felizmente no hubo mayores tragedias que añadir a ese abominable viaje en bus, y en su lugar, tuve como premio la tan ansiada llegada al centro de descanso de los sacrificados religiosos, que misteriosamente, siempre logran arreglárselas para vivir como reyes, mientras luchan, incansables, por la salvación del resto de los mortales.

La vida diaria en la casa de retiro, fue mucho más llevadera. Vivíamos rodeados de un montón de curas, eso sí, que daban sus misas antes de que salga el sol, con cánticos conmovedores hasta la médula, incluso en la calidez de mi habitación, podía sentirme fascinada por la mezcla cultural entre las prácticas, idioma y creencias locales con los aportes más antiguos del catolicismo. Oír misa en créole con cánticos incluidos, parecía realmente cosa de otro mundo. Si a esto se le añade el desfile diario de hermosas niñas con las cabezas llenitas de lazos coloridos y combinados con sus uniformes de escolares, descubriendo encantadas la maravilla de ser diferentes: ellas con su tersa piel caoba, sus grandes ojos aceituna, sus sonrisas dignas y sus correteos inquietos, nosotros, medio blancos, medio indios, más mestizos, con nuestra inmensa curiosidad ante ese pueblo que nos había acogido. Pero la aparente calma no duró mucho; a los pocos días de llegados, se desató un diluvio interminable. Parecía que alguien había abierto la llave en el cielo, y no estaba dispuesto a volverla a cerrar. Además, la lluvia no llegó sola, vino acompañada de fuertes vientos que alzaban las sillas de la sala de convenciones, hacían volar las cortinas en todos los sentidos, y por momentos, nos escapábamos de desaparecer por los cielos como una versión moderna de Mary Poppins. Los papeles de las traductoras, expositores y activistas hacían remolinos sobre nuestras cabezas mientras en nuestra cómoda ignorancia, nosotros no nos habíamos enterado que esa estremecedora lluvia no era nada más que el acercamiento de un huracán que pasaba hacia Cuba. En Quito, mis papás, habían estado al borde del colapso, porque para adornar el escenario terrorífico que ofrecían los noticieros, era prácticamente imposible lograr comunicación conmigo en semejantes tierras recónditas. Cuando finalmente lograron encontrarme, pudieron volver a respirar.

Ante estas nuevas vicisitudes en mi breve estadía en Haití, mi ansiedad por regresar se hacía cada vez más evidente, no solo por todos los estragos de la lluvia (inundaciones, río desbordado, pérdida de luz y por ende imposibilidad de traducir con equipos) sino también por las extrañas prácticas de mis compañeros de viaje, que para pasar el tiempo, se dedicaban a saltarse de una cama a la otra, sobre todo en las noches de mayor tormenta. Para que se les quite el miedo ha de haber sido, porque en el calor que hacía, el calor humano no era de las mejores opciones. Bueno, para ellos quizás sí. En todo caso, daban unos conciertos de exclamaciones lujuriosas, que mejor ni hablar. Conservadora como nunca antes me sentí yo, metida en mi cuarto, tapada con la sábana hasta la nariz para evitar las odiosas visitas de los mosquitos, que ni frente al Detán se detenían. Pero volviendo a mi ansiedad de volver a Quito mi lindo Quito, ya las noches se me empezaron a hacer más largas, peor aún después de haberme escapado de mil y un maneras a los múltiples galanteos de estos latinos que creen que favor que hacen cuando le regresan a ver a una, y que se ponen a escribir la carta de amor más pasional a la media hora de haberle visto o que de repente creen que parte del contrato es decir sí a cualquier cosa, por más absurda, inoportuna e improbable sea esa cualquier cosa. ¡Menos mal que cuando ellos iban, yo estaba de vuelta! Si no, por partes hubiera vuelto… Porque ni propuestas de matrimonio faltaron. Es que los haitianos no son cortos de palabras, peor aún de galanteos. Pero claro, yo fiel a mi corazón empeñado en mi propia tierra, más preocupada por el que dejé en predios quiteños estaba que en escuchar palabras melosas que terminaron por hacerme reír con mi risa nerviosa y sarcasmo a usar en caso de extrema emergencia.

Ahora, en la comodidad del sillón de la sala de estar de mi hogar dulce hogar, me quedan recuerdos muy gratos de ese viaje. Conocer gente nueva, que se estremece frente a mi absoluta sinceridad y humor negro, y que finalmente decide reírse conmigo en lugar de asustarse de mí, siempre es una gran experiencia. Más aún cuando uno aprende a ir más allá de las aparentes diferencias culturales.

La otra traductora que viajó conmigo, una mujer con varios años de experiencia, se convirtió en mi confidente y mi compañera no solo en la magia de cambiar palabras, ideas y conceptos de un idioma a otro, si no en el arte de chismear, porque definitivamente el chisme es un arte. Al menos, lo fue en Haití. Orejas de confesor las nuestras. Qué no oímos en ese viaje… Ahí es cuando uno no sabe si el entendimiento perfecto de dos idiomas ayuda o inculpa. En todo caso, si es que inculpa, como he pensado tantas veces, no me queda más que alegrarme de ser culpable, porque si no fuera por la maravilla de la comunicación, ya sea en mi natal español o en mi tempranamente adquirido francés, no hubiera conocido tantas cosas como pude conocer en Haití, no hubiera tenido el maravilloso placer de pecar con la vista turbada ante tanta belleza morena, ni hubiera podido sentir la contradictoria sensación de independencia al tener que volver a decidir y vivir con la absurda soledad que me ofrece la lejanía de mi tierra, de mi sabia madre, de mi exigente padre, de mis hermanas compañeras de la vida, de ese novio que ha aprendido a esperarme en las lejanías, de ese abuelo orgulloso de mi independencia, de esa abuela recelosa de mis huídas temporales y de esos amigos siempre curiosos por los detalles de mis aventuras...

Haití fue para mí una de las experiencias más contrastantes y fuertes de toda mi vida, por la intensidad de cada día, en lo absurdo de cada acontecer y en la inmensidad de los haitianos, que en medio del caos, la pobreza, las calles polvorientas, la contaminación, los cascos azules que parecen más dueños del país que los propios nativos, han aprendido a mirar con ojos de esperanza, con la sensibilidad que solo les puede haber sido otorgada después de una vida entera de ser sobrevivientes y olvidados por el mundo, pero hermanos de los latinoamericanos, unidos desde siempre por los lazos irrompibles de la solidaridad.

Si hay que volver a Haití, pues allá voy. Quizás con una maleta más grande y con más repelente, pero con la misma convicción de que para cada momento de susto, angustia o tristeza, hay diez más de alegrías y sonrisas dispersas.


María Sol Borja
Noviembre 2007