domingo, 27 de noviembre de 2011

Una noche como operadora del 911


Acondicionada con  el clásico micrófono de diadema que identifica a las telefonistas,  me preparo a recibir mi primera llamada de emergencia. La sargento Emperatriz Román, la dueña del cubículo, una mujer amable y convencida de la importancia de su trabajo, me ha dado un breve entrenamiento sobre el funcionamiento del programa de computadora en el que se registran todas las llamadas que se hacen al 911. “Buenas noches, Policía Nacional, ¿cuál es su emergencia?”, serán las palabras que repetiré durante la noche y, tras esta pregunta, quién sabe qué cosa obtendré como respuesta.
Antes de iniciar la labor de la noche, hago un recorrido por la sala que nunca se queda vacía. Allí se receptan todas las llamadas de auxilio: el 100 de los bomberos, el 101 de la Policía Nacional  y el 103 de la Defensa Civil. Todos los números están habilitados pero las llamadas ingresan siempre por el 911. En la sala, el personal de cada una de estos departamentos está ubicado por sectores: en el centro se encuentran los policías, a la derecha el personal de Defensa Civil, y al lado de este, los bomberos. Todos en un solo espacio similar a la redacción de noticiero; cada funcionario tiene su escritorio, separado del siguiente por cubículos. Calculo que serán unas cincuenta personas en total, todos con sus respectivos uniformes, la mayoría policiales.
El aire, al entrar a la habitación, es pesado. Hay poca ventilación y mucha gente. Los funcionarios están concentrados en su labor, con sus audífonos de diademas y sus computadores. La mayoría tiene un botellón de agua debajo de la pequeña mesa. Las llamadas al 911 no se detienen ni en feriados, ni en las noches, ni los fines de semana; accidentes de tránsito, incendios, riñas callejeras o familiares, robos, vehículos sospechosos, suicidios, asaltos, todo es una emergencia allí.
A mi llegada, el ambiente está relajado. Hablo con el “pionero”, el oficial de policía encargado esa noche de viernes. Me explica que este día y los sábados en la noche y en la madrugada, hay mucho movimiento. Explica cómo se dividen en turnos para no desatender las llamadas ni un minuto. A un costado de su escritorio se encuentran tres jóvenes monitoreando las cámaras, “ojos de águila”, que muestran en las catorce pantallas todos los puntos más conflictivos de Quito como Quitumbe, La Delicia, el Centro Histórico, El Camal o La Mariscal. Este sistema de vigilancia registra accidentes de tránsito, asaltos y “arranchadores”, que pasan corriendo y tal como su nombre lo indica, arranchan carteras, aretes, collares y hasta bolsas de compras.
Antes de recibir mi primera llamada, la sargento Román, me explica el funcionamiento del sistema. Entra una llamada al 911 (que bien puede haber sido una persona que marcó al 100, 101 o 103, todas se receptan allí). Contesta indistintamente un policía, un bombero o un miembro de Defensa Civil, a quien el denunciante explica la emergencia. Si esta corresponde al campo de acción de quien la receptó, la atiende, caso contrario la direcciona a quien le compete. Mi anfitriona me cuenta que si llaman pidiendo primeros auxilios por ejemplo, y el que contesta es un bombero, traslada el caso a la Defensa Civil. Opto por quedarme allí, como responsable de las llamadas que le competen a la Policía, es decir asaltos, bebedores en la vía pública, robos, violencia doméstica, entre otros hechos. En caso de que ingrese una llamada de otro tipo, como asfixiados o incendios, pasaremos la llamada a la Defensa Civil o a los Bomberos.
Mientras escucho las instrucciones, oigo, atrás mío, a una de las muchachas de la Defensa Civil atender una llamada. Un ciudadano cuenta que hubo un accidente de tránsito, que el automóvil está en llamas y hay una persona atrapada. Siento un escalofrío al imaginarme la angustia del que llama y ver la calma de la funcionaria que la atiende, un requisito indispensable para esta labor.  Procuro concentrarme en las indicaciones de la Sargento Román. Ella me indica qué decir para tranquilizar a quien llame, pues asegura que muchas veces resulta difícil entender en qué consiste la emergencia, por los nervios o el miedo de quien llama. Ese momento el computador le indica que hay alguien del otro lado de la línea. Ella contesta, haciendo un gesto para indicar que la observe, pues la siguiente llamada es mía.
Cuando llega mi turno, hago clic en “Atender llamada”, que brilla en el monitor, y repito casi de memoria la frase: “Buenas noches, Policía Nacional, ¿cuál es su emergencia?”. Del otro lado de la línea, una voz femenina reporta una riña callejera. Es una señora nerviosa, habla de forma atolondrada, y casi no se le entiende. Sigo al pie de la letra las instrucciones. Le pido que se tranquilice y que me cuente qué es lo que sucede. Menciona botellas rotas, borrachos, un hombre desconocido que golpea a su marido, un partido de fútbol. Lo hace de forma tan atropellada, que debo poner las manos sobre los audífonos para intentar escuchar mejor lo que me está contando. Le pido la dirección, al tiempo que ubico el sector en el mapa que se despliega en la pantalla del computador. Es en un sitio en el sur de Quito, como la mayoría de mis llamadas esa noche. Un barrio cuyo nombre desconozco por completo, Ciudadela México. Me pregunto qué tan lejos quedará. La mujer sigue hablando torpemente, mientras en el fondo se oyen gritos e insultos. Le pregunto su nombre. Murmura una respuesta, casi obligada. Le pregunto si hay heridos. Dice que no sabe. En ese momento me doy cuenta que su forma de hablar es la de una persona que ha consumido alcohol. La tranquilizo diciéndole que en seguida mandaremos una patrulla. Cuelga el teléfono.
Mientras lleno la plantilla  activo el botón de espera, para que no entren más llamadas. La computadora me indica los espacios que debo completar: nombre del denunciante, tipo de hecho que denuncia, detalles, dirección con referencia y zona de la ciudad. Me apuro a clasificar la denuncia según el tipo de incidente (hay una larga lista que incluye libadores en vía pública, violación, robo de ganado, terrorismo, etc). Una vez completado, la sargento Román señala en una lista de opciones de la misma plantilla, la Unidad a la que le corresponde el caso y hago click en “enviar, como quien manda un mail. Los datos van a la pantalla de uno de los policías encargado de monitorear la radio, quien a su vez, se comunica con uno de los patrulleros del sector correspondiente.
Reactivo la entrada de llamada.  La siguiente que tomo es la de un patrullero de turno que pide hablar con el policía a cargo. Estas son frecuentes para reportar las novedades de la noche. Me distraigo brevemente para observar el movimiento a mí alrededor. Dina, una policía joven que está al lado aprovecha que no tiene llamadas y cuenta que su esposo también es uniformado y por eso sus hijos están al cuidado de su suegra. Antes de que pueda darme más detalles sobre su vida en casa, ya tengo nuevamente una llamada. Alguien reporta un auto abandonado en la autopista Simón Bolívar; al parecer fue un accidente y alguien está atrapado dentro. Quienes reportan la llamada no se atreven a bajarse y verificar, pues temen que sea un asalto. Envío un patrullero.
La sargento Román disfruta su trabajo. Se nota por la emoción con la que me cuenta algunas experiencias que le han marcado en los diez años que lleva de servicio. Se conmueve al recordar las llamadas de gente deprimida, que piensa en el suicidio como alternativa a sus problemas. Ella, además de disuadirlos de hacerlo, a veces les da su número de teléfono privado para que la llamen cuando se sientan tristes. Muchas personas la han contactado semanas o meses después para agradecerle por sus palabras, incluso una le dijo que ella salvó su vida. Ella es una mujer creyente y tiene un hijo joven, universitario, en el que piensa cada vez que recibe una llamada que involucra un asalto o un accidente a muchachos jóvenes. Apenas envía el mensaje de auxilio, llama a su hijo para saber que está bien.
En medio de todas las tragedias que se registran, también hay una que otra broma. Algunas las hacen niños que utilizan su imaginación para crear situaciones ficticias de peligro. Otras son chistes que, reconoce Dina, a veces hasta las hacen reír. Pero no faltan también las llamadas ofensivas y con tintes sexuales: “Mamita ven a salvarme pero con 9 que midan 11”, “Me muero… me muero… pero por vos que has de estar rica”, “Ven a apagarme el incendio de adentro”, son algunas de las que recuerdan policías y bomberas. Las que las indignan, ni se atreven a repetir.
En el sistema ya tienen registradas las llamadas de broma o las del “mudo”, en la que simplemente no hay respuesta al otro lado del auricular. Por eso cuando veo que en mi monitor, se identifica una de esas llamadas, me apresuro a contestar. “Buenas noches, Policía Nacional, ¿cuál es su emergencia?” pregunto ávida de escuchar alguna de esas famosas bromas. Silencio profundo. Repito el saludo y la pregunta, y entonces se escucha una respiración al otro lado. Pero ni una palabra. Insisto varias veces, pero la respiración solo se acelera. Con voz firme, casi como una orden, Emperatriz me dice que cuelgue. Es la primera vez en toda la noche que la veo molesta. Obedezco y la amabilidad y calidez de mi instructora, aparecen nuevamente en su rostro.
No pasan dos minutos y entra una llamada que es tomada por Dina. Sigue el protocolo de respuesta y pocos segundos después empieza a molestarse, se sonroja y alza el tono de voz. Le pido que me pase la diadema. Es una señora. Grita que le robaron la herencia, insulta a la Policía, pide a Dios que castigue a la humanidad, llora un poco, habla arrastrado y con pausa. Intento entender de qué se trata, le pido que me detalle lo que le sucedió. “Esto no es Miami, allá todo es seguro, no como acá que me robaron la herencia y mi acta de divorcio, porque ese sinvergüenza se quería comer hasta mis billetes; un millón de sucres que yo tenía escondido en mi cartera y que me robaron, todo se roban aquí, hasta el pico del Ilaló se robaron.” Dina me dice que la señora está loca, que a veces también entran ese tipo de llamadas. Me sugiere que le diga que ya enviamos un patrullero. Sigo el consejo. “No quiero patrullero, no quiero policías, también son unos desgraciados, unos infelices, unos sinvergüenzas. Esos me robaron, me mienten, me engañan, todos me mienten, por eso me escondí atrás del armario para que no me quiten mis documentos también, si hasta mis joyas se me llevaron y mis hijos me querían quitar la cartera.”
A pesar de que hace poco tiempo leí en un diario que el 911 se satura con ese tipo de llamadas, fuera de la señora que juraba que se robaron el pico del Ilaló, no pude comprobar que fueran tantas las llamadas falsas. Sin embargo Emperatriz y Dina me aseguraron que en general sí suelen ser muy frecuentes.
Al final del turno, todo parece funcionar. Una cafetera a medio llenar, risas y conversaciones de vez en cuando, trabajo intenso que no permite moverse del cubículo pues una tras otra, las llamadas no censan de ingresar, ante la respuesta pausada y paciente de quien todos los días, en distintos turnos, tiene que escuchar de todo, desde intentos de suicidio hasta bromas de mal gusto, con la certeza siempre, de que en algún momento, lo que diga, la rapidez con que atienda una emergencia, la respuesta ante el pánico, puede salvar una vida.