Cada
quien carga su cruz, dice una beata mirando su rosario, mientras sale presurosa
de la misa de la catedral. A pocos pasos de ella, Amado Loleído, sonríe pícaro
ante esas palabras. Sin decir nada, reanuda su tarea; sus dedos recorren las
teclas de un viejo acordeón rojo convirtiendo esos rápidos movimientos en
música. Sus pómulos salientes, su tez trigueña, sus labios gruesos, sus manos
toscas revelan su origen campesino, del páramo de Pujilí. Una gorra azul cubre
parte de su rostro y oculta unos ojos entrecerrados, que dice él, no son más que adorno, pues no sirven
para ver.
Si
trazaramos una línea recta desde la cruz de la cúpula de la catedral,
pasaríamos exactamente por la mitad del letrero de porcelana que indica “Calle
de las siete cruces”, y llegaríamos hasta la punta de la cabeza de don Amado,
que todos los días, durante seis horas, se sienta exactamente en el mismo sitio
a tocar pasillos, boleros y albazos. Y sabe combinar, pues si la vida tuviera
un soundtrack, las melodías que salen del viejo acordeón de este hombre de
sesenta años, serían el perfecto fondo para este escenario colonial.
Aprendió
a tocar el acordeón y la batería cuando tenía doce años, en una escuela para
ciegos. Allí también le enseñaron a leer y escribir en braile. Desde entonces,
han pasado casi cincuenta años y hartas penas, porque la vida es todo lo que uno no se imagina, dice. Me toma de
la mano y me hace tocar su reloj en braile. Cinco para las doce, añade. Saca su
teléfono celular, más viejo que yo,
bromea, y mantiene aplastada una tecla que deja escuchar una voz mecánica
confirmando la hora.
Con
un bastón plegable, logra caminar, subir y bajar del bus, cruzar calles y avenidas
hasta llegar a esta vía estrecha, que guarda en sus muros la historia de la
muerte del presidente Gabriel García Moreno o los recuerdos de Manuela Sáenz,
la libertadora del Libertador; por esta calle pasaron Sucre y Bolívar, y se
reunieron los rebeldes que darían el primer grito de independencia del
continente, por ahí corrieron centenas de manifestantes intentando huir de los
gases lacrimógenos durante las innumerables marchas en contra de los tres
presidentes derrocados en menos de diez años. Y él también tuvo que tragar gas
y oír a las turbas enardecidas que exigían al mandatario de turno que se fuera.
Una vez, en medio de las manifestaciones, un ladrón aprovechó para robarle el
acordeón. Don Amado sintió que le quitaban la vida. Ni diez minutos duró el
susto. El arrepentido bandolero regresó y se lo devolvió, cuando se dio cuenta
que era ciego. Hasta disculpas le pidió antes de salir corriendo, recuerda
mientras empieza una nueva melodía que lo llena de nostalgia de su infancia en
tinieblas, de su madre describiendo el paisaje, detallando colores que él nunca
pudo conocer, de América Campoverde, sobre todo nostalgia de su amor con ella, la
joven costurera de cuya voz se enamoró hace veintiocho años cuando le pidieron
que tocara en una escuela de corte y confección en la que ella estudiaba. Nunca
la ha visto pero sabe que es hermosa. Lo sabe por su voz.
Se enamoró, le pidió matrimonio y ella aceptó.
Casi treinta años y cuatro hijos después, América sigue siendo su compañera,
quien elige los colores de los trajes que don Amado viste cada mañana para ir a
trabajar. No hay un día de descanso,
dice, porque todos los días hay que comer
y para comer hay que trabajar.
Sin
un atisbo de amargura cuenta que jamás se imaginó que un día viviría de su
música. Recuerda que durante muchos años tuvo una pequeña cabina con un viejo
teléfono de esos de disco. Lo alquilaba. Empezó cobrando doscientos sucres y
terminó en cinco mil por una llamada telefónica. Luego llegaron los celulares y
el internet y tuvo que dejar un negocio que se volvió obsoleto. Todos pasamos de moda, dice mientras me
toca el brazo, como una forma de garantizar que aunque no me ve, siente que
estoy cerca y me escucha, porque su vida está llena de pequeños sonidos; el del
despertador, el del café vertido en la taza de vidrio, el de la puerta que
rechina al abrirse, las bocinas de los autos, el motor del autobús, las
campanas de la iglesia, las monedas que caen en el envase de aluminio cuando un
turista se queda disfrutando de su música...
Dios da, dios quita, dice un anciano que se ha acercado a escuchar la historia que don
Amado me cuenta. Él se ríe. Aquí todos
son muy creyentes, yo también, dice,
pero mentira que hay que cargar una cruz, como dijo la señora, ¿sí le oyó? me pregunta. Cruces, las de la iglesia, sonríe sin lamentarse de nada. Lo que Dios manda, hay que aceptar ¿para qué
amargarse? Tiene salud y vida y eso le basta para despertarse cada mañana y
realizar un recorrido de por lo menos cuarenta minutos en transporte público,
ida y vuelta, desde su casa en la periferia de Quito, hasta su puesto en el
centro histórico.
Dulce
pena es su canción preferida. Le pido que la toque y sale un albazo lleno de
melancolía. A una señora se le humedecen los ojos, se santigua ante la cruz de
la catedral, deja unas monedas y se queda observando. Un anciano entona la
canción cuya melodía se desprende de los dedos de don Amado, “La pena que tú me diste es mi mejor
compañera y le he tomado cariño de tanto vivir con ella, llegó como llega
siempre, cuando uno menos se lo espera y ahora no me quita nadie, la dulzura de
mi pena”
Don
Amado dice que su nombre fue un presagio de su vida, porque ha amado y lo han
amado, porque él no ha tenido que cargar cruces, ni por su ceguera, ni por su
pobreza, ni por su vejez, lo único que ha cargado, y con harta alegría, es su
acordeón.