lunes, 27 de junio de 2011

Crónica de una muerte

El paisaje es una perfecta ilustración del páramo ecuatoriano, en el que las montañas predominan
en tonos amarillos y verdes, abrazadas por una bruma espesa, que solo por momentos deja ver un
cielo azul con ese sol que alumbra pero que rara vez calienta. Retazos de gamas de verde que se
reparten en tierras fértiles, donde siembran papas, habas, cebolla, que sirven de alimento para un
puñado de familias que viven en Gramapamba, comunidad indígena ubicada al sur de Riobamba,
a cuarenta minutos de Guamote. No son más de dos mil personas que trabajan la tierra y crían sus
animales, a la vez que estrechan vínculos solidarios para compartir penas, dichas y alimentos.



Paisaje de Gramapamba, Chimborazo


El frío penetra inclemente, entume hasta los pensamientos, y aún así, los niños juegan entre las
ovejas, las llamas y los burros, se trepan sobre los leños amontonados para calentar un poco las
casitas de adobe, madera o bloque, en el mejor de los casos. Tosen, estornudan andan mocosos,
sucios, apenas cubiertos con pedazos de ropa vieja casi inservibles, ayudan a su madre a meter la
ropa tendida antes de que llueva y se refugian al interior de la casa con los perros y el gato, poco
antes de que oscurezca y queden en la penumbra, porque en Gramapamba, rara vez hay luz.


Una familia invitada a la boda


Y es allí, en esa comunidad aislada, se conocieron Alejandro Vimos y Rosita Paguay; ella tenía 16
años cuando él, de 20, la enamoró y se fueron a vivir juntos. De eso hace seis años. Tuvieron dos
niños: Juan Polibio que hoy tiene tres años y Angel Armando, de apenas cinco meses.

El 26 de marzo pasado Alejandro y Rosita decidieron casarse por la iglesia nos cuenta el novio
sentado en una vieja silla de plástico, en el patio de su casa, mientras se frota las manos y tiembla.
Corre un viento helado. Fue una boda doble, nos cuenta: Rosita y Alejandro y Juan y Margarita.
Toda la comunidad estaba invitada a un festejo de dos días. Todo empezó el viernes, cuando
fueron invitados a comer el “chapuchi”, dice Carmela, una amiga de la pareja, a la vez que nos
explica que esta es una sopa a base de machica a la que le añaden pollo, carne de res, papas y
habas, y que se comparte con los familiares y amigos en las ocasiones especiales. Al día siguiente,
por la mañana, se celebró el matrimonio doble, y de paso el bautizo de Juan Polibio, hijo mayor
de Rosita y Alejandro. Fue un festejo en combo. “Ahora solo falta el guagua”, dice mientras mira
hacia la casa, donde su hijo Angel tose sin parar.


Alejandro es joven, tiene 24 años. Lleva un jean, un saco azul con capucha y una gorra roja.
Su vestimenta lo hace parecer lejano a las costumbres campesinas. Intenta cargar al bebé
pero apenas lo sostiene por unos minutos, pues tiene un pie lastimado. Artrosis dice él. Fue el
diagnóstico que le dieron, pero como no había plata, tampoco hubo medicinas. Tiene dificultad
en caminar. Cuenta que su pie le molesta hace años; en una ocasión lo sacaron cargando hasta
la carretera empolvada y luego lo llevaron en una camioneta que les cobra un dólar por llevarles
hasta la carretera principal. Otro dólar por regresar a la comunidad. Ese día no podía caminar. Hoy
al menos se mueve, dice mirando al piso.

El día de la boda, el “mashalla”, nombre indígena que se le da a esta celebración, la tradición
indica que los novios sean amarrados con una especie de pañuelo, por el cuello, lo que simboliza
la unión. Previo a ello, los partes del matrimonio se entregan con comida, trago y una vela que
luego será utilizada durante el baile matrimonial, iniciado por un niño de diez años, pariente de
los novios. Los padrinos de los novios amarran los ponchos o una sábana y arman una especie
de toldo encima de los novios que están en el centro de la pista de baile, mientras los niños,
alrededor, sosteniendo la vela, queman ligeramente el pelo de los padrinos, como un símbolo de
pureza.

Hoy en día, no se siguen todas las tradiciones, hay variantes; actos más, actos menos, y ese día,
el festejo empezó hacia el medio día; comieron de todo, tomaron “harta chicha”, y para el baile
llegó un joven de Guamote con su discomóvil. Poco después del inicio del festejo y como cosa
normal en esta zona, se fue la luz, pero eso sí, la fiesta tenía que seguir, así que llevaron una planta
eléctrica para que el baile pueda continuar….


Día de la boda,
Foto: cortesía de la familia Vimos

Esos días había llovido con más frecuencia de lo normal, y en temporadas de tormenta, hay
rayos que caen sobre los transmisores y cortan la electricidad. Aún así, fiestas como esta, no
pueden parar. Chicha va, chicha viene, baile sin parar, aplausos y silbidos de vivan los novios; ya
no sentían frío ni cansancio. Noche de derroche de alegrías, de trago, de risas. Noche de fiesta en
Gramapamba. Sin luz, pero con discomóvil.

Rosita y Alejandro bebieron, cantaron y no pararon de bailar hasta las diez de la noche. Los
invitados y los novios sabían que era el momento de cumplir con una tradición que alegra las
bodas y sella el vínculo: “el dormichi”, la ceremonia de la noche de bodas que se cumple desde
hace siglos y que consiste en encerrar a los novios en una habitación, en la que deben permanecer
custodiados por los “porteros”, usualmente amigos de confianza de los recién casados, hasta el día
siguiente. Marido y mujer se quedan en ropa interior y se prepara su lecho matrimonial hecho por
una capa de paja, un colchón, ortiga y otro colchón. Una vez preparada, los porteros les enseñan
a los novios cómo deben consumar su matrimonio, mediante explicaciones y demostraciones
sobre dónde el novio debe acariciar, cómo la novia debe responder, qué palabras se deben usar,
mientras señalan las partes del cuerpo, en una especie de juego sexual explícito. Ellos deben
verificar la consumación del matrimonio, mientras los invitados están en el patio, cantando y
bailando. Con las prendas de vestir de los novios, los testigos, también cercanos a los recién
casados, hacen una especie de “amarrados” y van golpeando a los invitados, indicando que todos
deben salir a bailar. Durante toda la fiesta, los porteros hacen de custodios y se aseguran que los
novios no salgan, caso contrario, tendrán que pagar en trago su descuido. Así pasan su primera
noche como marido y mujer, mientras el resto de invitados continúa la fiesta. Al día siguiente, los
recién casados, enseñan un muñeco, que representa los hijos que están por venir y participan en
el “jatarichi”: ritual en el que son sumergidos en agua, puede ser un lago, un río, una sequia, luego
ortigados y finalmente premiados con un desayuno abundante y delicioso.



En el centro Alejandro y Rosita
Fotografía: cortesía de la familia Vimos

La noche del “dormichi”, y cumpliendo con la tradición, Alejandro y Rosita, junto con sus dos
hijos, Juan y Margarita con su bebé de pocos meses, además de cinco testigos, se acomodaron
en las camas mientras el resto de invitados continuaba la fiesta y la puerta del cuarto permanecía
cerrada. En este caso, los novios no completaron la tradición, pues al tener hijos, ya había
demostración de que el matrimonio se había consumado varios años atrás, sin embargo sí fueron
encerrados, custodiados por los testigos y sin permiso de salir. Cerca de la una de la mañana, uno
de los niños que se encontraba al interior se empezó a quejar, con dolores de cabeza y estómago.
Algo no estaba bien. Su madre lo miró y se inquietó porque El muchacho estaba a punto de
desmayarse. Esa fue la alerta. Los pocos invitados que quedaban, entraron a la habitación del
dormichi y se percataron de que los novios, los niños y los testigos estaban desmayados. La planta
eléctrica había sido instalada en el cuarto de los novios, y la combustión del motor provocó una
asfixia masiva.

Los invitados, aterrados, no sabían qué hacer. Alguien tenía una camioneta vieja, pero todos
habían tomado “harta chicha” y las condiciones del camino desde Gramapamba hasta la carretera
que conduce a Guamote, son muy malas. Les tomó cerca de una hora llegar al Hospital de
Guamote, para pedir auxilio, como también ocurre en estas zonas del país, ese momento, la
ambulancia no estaba disponible. Debieron ser los bomberos los encargados de rescatar a las doce
personas. Sin embargo llegaron cerca de cuatro horas después.
Lo último que recuerda Alejandro es que entró a la habitación para el “dormichi”. Cuando abrió
los ojos estaba en el hospital. Tiene recuerdos entrecortados. Preguntó qué había pasado, y sin
terminar de entender, se enteró que su esposa había muerto y había sido trasladada a la morgue
de Riobamba para hacerle la autopsia, cuenta él, en un español mezclado con quechua, y con los
ojos vidriosos. “Nos tocó enterrarle aquí arriba” dice señalando la montaña. “Ahí ya quedó con
papa dios”.


Dentro de la casa se sigue escuchando toser y llorar al bebé. Lleva más de un mes enfermo con
tos y sin poder lactar. El pequeño también inhaló monóxido de carbono. “Sí le llevamos al hospital
pero dijeron que estaba sanito. Ahora que no está mi mujer, mi huasha madrina le da de tetar”.
Los efectos del monóxido de carbono sobre un ser humano son fatales. Al ser un gas inodoro,
insaboro e incoloro, la gente no lo percibe mientras cubre los glóbulos rojos y no deja espacio
para que entre el oxígeno y pueda ser transmitido a los tejidos. Entonces produce asfixia. Quien
sobrevive a una inhalación de grandes cantidades de este gas, puede tener secuelas neurológicas
irreversibles. La consecuencia más grave es la muerte, que hoy Alejandro lamenta.
En el cuarto de cuatro por tres metros, dividido en dos partes: una para Alejandro y sus dos hijos,
y otra para Juan, Margarita y su bebé, sentada sobre la cama, está Elena, la “huasha madrina”,
cargada del pequeño que llora, no para de toser y tiene la respiración acelerada. Antes de morir,
su madre, estaba preocupada por el pequeño, pensó en que después de los festejos lo llevarían
al hospital, cuenta Elena, de poca estatura, vestida con una falda azul que le llega a los tobillos,
se cubre la espalda con un pañuelo rojo y sobre su cabeza lleva un sombrero café. Mira al niño
inquieta.



Alejandro Vimos no puede trabajar; sufre de una discapacidad en su pierna



A Alejandro le queda el recuerdo de la boda, registrado en unas cuantas fotos que guarda en la
cámara de su hermano. “Rosita me acompañaba. Hoy no tengo planes”. Se detiene en una de las
imágenes. Ahí están los cuatro novios. A Rosita se la ve sonriente, con su sombrero en la mano.
Corren las lágrimas por las mejillas de Alejandro. “Tristísimos hemos quedado”. Sentado sobre el
pasto, entre los alambres que sostienen la ropa, las ollas que le regalaron por su matrimonio, y
los zapatos de su hijo menor, Alejandro fija su mirada a lo lejos, como quien espera el regreso del
que se fue por un rato, pierde sus anhelos entre las montañas que parecen alcanzar el cielo. Hoy
piensa en la ironía de “lo que Dios quiere”, de aquella madrugada de marzo que terminó siendo el
primero y el último de sus días como marido y mujer.



1 comentario:

  1. hola Maria Sol, muy buena nota, puede ser guión de teatro, abrazo
    Diego Herdoíza

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