lunes, 9 de diciembre de 2013

Amado bajo la cruz




Cada quien carga su cruz, dice una beata mirando su rosario, mientras sale presurosa de la misa de la catedral. A pocos pasos de ella, Amado Loleído, sonríe pícaro ante esas palabras. Sin decir nada, reanuda su tarea; sus dedos recorren las teclas de un viejo acordeón rojo convirtiendo esos rápidos movimientos en música. Sus pómulos salientes, su tez trigueña, sus labios gruesos, sus manos toscas revelan su origen campesino, del páramo de Pujilí. Una gorra azul cubre parte de su rostro y oculta unos ojos entrecerrados, que  dice él, no son más que adorno, pues no sirven para ver.

Si trazaramos una línea recta desde la cruz de la cúpula de la catedral, pasaríamos exactamente por la mitad del letrero de porcelana que indica “Calle de las siete cruces”, y llegaríamos hasta la punta de la cabeza de don Amado, que todos los días, durante seis horas, se sienta exactamente en el mismo sitio a tocar pasillos, boleros y albazos. Y sabe combinar, pues si la vida tuviera un soundtrack, las melodías que salen del viejo acordeón de este hombre de sesenta años, serían el perfecto fondo para este escenario colonial.

Aprendió a tocar el acordeón y la batería cuando tenía doce años, en una escuela para ciegos. Allí también le enseñaron a leer y escribir en braile. Desde entonces, han pasado casi cincuenta años y hartas penas, porque la vida es todo lo que uno no se imagina, dice. Me toma de la mano y me hace tocar su reloj en braile. Cinco para las doce, añade. Saca su teléfono celular, más viejo que yo, bromea, y mantiene aplastada una tecla que deja escuchar una voz mecánica confirmando la hora.

Con un bastón plegable, logra caminar, subir y bajar del bus, cruzar calles y avenidas hasta llegar a esta vía estrecha, que guarda en sus muros la historia de la muerte del presidente Gabriel García Moreno o los recuerdos de Manuela Sáenz, la libertadora del Libertador; por esta calle pasaron Sucre y Bolívar, y se reunieron los rebeldes que darían el primer grito de independencia del continente, por ahí corrieron centenas de manifestantes intentando huir de los gases lacrimógenos durante las innumerables marchas en contra de los tres presidentes derrocados en menos de diez años. Y él también tuvo que tragar gas y oír a las turbas enardecidas que exigían al mandatario de turno que se fuera. Una vez, en medio de las manifestaciones, un ladrón aprovechó para robarle el acordeón. Don Amado sintió que le quitaban la vida. Ni diez minutos duró el susto. El arrepentido bandolero regresó y se lo devolvió, cuando se dio cuenta que era ciego. Hasta disculpas le pidió antes de salir corriendo, recuerda mientras empieza una nueva melodía que lo llena de nostalgia de su infancia en tinieblas, de su madre describiendo el paisaje, detallando colores que él nunca pudo conocer, de América Campoverde,  sobre todo nostalgia de su amor con ella, la joven costurera de cuya voz se enamoró hace veintiocho años cuando le pidieron que tocara en una escuela de corte y confección en la que ella estudiaba. Nunca la ha visto pero sabe que es hermosa. Lo sabe por su voz.
 Se enamoró, le pidió matrimonio y ella aceptó. Casi treinta años y cuatro hijos después, América sigue siendo su compañera, quien elige los colores de los trajes que don Amado viste cada mañana para ir a trabajar. No hay un día de descanso, dice, porque todos los días hay que comer y para comer hay que trabajar.

Sin un atisbo de amargura cuenta que jamás se imaginó que un día viviría de su música. Recuerda que durante muchos años tuvo una pequeña cabina con un viejo teléfono de esos de disco. Lo alquilaba. Empezó cobrando doscientos sucres y terminó en cinco mil por una llamada telefónica. Luego llegaron los celulares y el internet y tuvo que dejar un negocio que se volvió obsoleto. Todos pasamos de moda, dice mientras me toca el brazo, como una forma de garantizar que aunque no me ve, siente que estoy cerca y me escucha, porque su vida está llena de pequeños sonidos; el del despertador, el del café vertido en la taza de vidrio, el de la puerta que rechina al abrirse, las bocinas de los autos, el motor del autobús, las campanas de la iglesia, las monedas que caen en el envase de aluminio cuando un turista se queda disfrutando de su música...

Dios da, dios quita, dice un anciano que se ha acercado a escuchar la historia que don Amado me cuenta. Él se ríe. Aquí todos son muy creyentes, yo también, dice, pero mentira que hay que cargar una cruz, como dijo la señora, ¿sí le oyó?  me pregunta. Cruces, las de la iglesia, sonríe sin lamentarse de nada. Lo que Dios manda, hay que aceptar ¿para qué amargarse? Tiene salud y vida y eso le basta para despertarse cada mañana y realizar un recorrido de por lo menos cuarenta minutos en transporte público, ida y vuelta, desde su casa en la periferia de Quito, hasta su puesto en el centro histórico.

Dulce pena es su canción preferida. Le pido que la toque y sale un albazo lleno de melancolía. A una señora se le humedecen los ojos, se santigua ante la cruz de la catedral, deja unas monedas y se queda observando. Un anciano entona la canción cuya melodía se desprende de los dedos de don Amado, “La pena que tú me diste es mi mejor compañera y le he tomado cariño de tanto vivir con ella, llegó como llega siempre, cuando uno menos se lo espera y ahora no me quita nadie, la dulzura de mi pena

Don Amado dice que su nombre fue un presagio de su vida, porque ha amado y lo han amado, porque él no ha tenido que cargar cruces, ni por su ceguera, ni por su pobreza, ni por su vejez, lo único que ha cargado, y con harta alegría, es su acordeón. 

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