Cortesía bbc.co.uk |
Con toda la polémica de la campaña de la concejala quiteña Carla Cevallos, me he puesto a pensar en la palabra puta. Dándole vuelta a mis ideas, se
me cruzó el documental Mi novio, un turista sexual, realizado por Monica Garnsey, que muestra la dinámica de un
hotel en Isla Margarita, Venezuela, cuyos huéspedes pagan 160 euros diarios, y además del hospedaje y la alimentación, adquieren
también una “novia”. Tal cual. Una
prostituta que juega el rol de la novia: tiene que acompañar al cliente a
pasear, a almorzar, cuidarlo si se enferma, atenderlo en la cama y cumplir
todas las exigencias propias del machismo.
Ver el documental me aterra. Sobre todo por el enfoque, no es como las películas de terror en las que se muestra la trata de mujeres, obligadas a prostituirse, maltratadas, golpeadas, violadas y drogadas para aguantar los abusos de sus captores y sus clientes. Aquí, las jóvenes y el empleador, si así se lo puede llamar, apelan a una "decisión", que le da el aire de voluntariedad. Aquí la mercancía no solo es el cuerpo, también lo son los sentimientos, las relaciones; en servicios como este, se ofrece la idea de que el amor se puede comprar y vender.
Quienes compran el servicio son hombres treinta o
cuarenta años mayores a las muchachas, con sobrepeso, con hábitos higiénicos
cuestionables, como narra la documentalista. Hombres que se quejan porque una
de las “novias” de alquiler tuvo su período en medio del intercambio comercial
y se ve obligada a cancelar el trato con el cliente. Hombres que se quejan porque la
“calidad y variedad” de las novias ha decaído. Hombres violentos. Hombres que
no aman a las mujeres, que no ven en ellas a otro ser humano, que no valoran
sus cuerpos ni sus almas.
El propietario del hotel, que por supuesto, es un hombre,
se considera un empresario, habla con la tranquilidad que solo le puede dar
una conciencia retorcida, sobre los beneficios que tienen sus chicas, las novias, las prostitutas, como elijamos llamarlas. No se inmuta, no se ve como
lo vemos del otro lado de la pantalla, con ese machismo repugnante, que hace de
algunos hombres, los peores enemigos de las mujeres.
Y eso espanta. Esa calma pasmosa tras la violencia solapada. Ahí está el problema, pues desde mi punto de vista, en general, las campañas están orientadas a
nosotras, las mujeres: no se vistan provocativo o las violan, no se emborrachen o las
violan, no salgan solo con hombres, aunque sean sus amigos, o las violan, no
conversen con hombres desconocidos, o las violan. Si infringimos alguna de
estas sagradas advertencias y nos violan, entonces bien merecido lo tenemos,
por putas.
Y ahí está la palabra puta, la de la polémica. La palabra
que usan esos hombres machistas y deformados, cuando no les aceptamos una
invitación a salir, cuando andamos en mini falda o escote, cuando ellos no nos
atraen y se los decimos, cuando no somos hipócritas con respecto al sexo,
cuando no nos dejamos intimidar por sus muestras de poderío, cuando no
aceptamos sus desvalorizaciones. Puta es cualquiera que les rompa un esquema,
cualquiera cuyo comportamiento sea reprochable desde su moral machista,
cualquiera a la que no puedan pisotear.
Desde esa perspectiva, puta podemos ser todas. Pero no es
así. La palabra que desvaloriza o pretende hacerlo, no es más que una palabra.
Lo grave no es eso. La puta, como tal, vive una realidad mucho más dura que
aquella que vivimos la mayoría de las mujeres que nos enfrenamos a situaciones
de acoso en las calles, en las oficinas, en las universidades o en los propios
hogares. La puta, en el término estricto, es aquella que vende su cuerpo. En la
mayoría de los casos, porque cree que no tiene otra alternativa, porque ha
sufrido algún tipo de abuso sexual a edad temprana, porque tiene dificultad para
mantener a su familia, porque vive en una situación de vulnerabilidad
permanente, porque hay un hombre dispuesto a comprar su cuerpo, porque hay otro,
dispuesto a lucrar de ese cuerpo femenino que le pertenece mientras cobra por
su uso, como si alquilara un bien. Las historias de prostitución son
desgarradoras, por eso ser puta, no es insulto, ni mérito; es dolor.
La palabra no me escandaliza, no me ofende, no me insulta.
Lo que sí me escandaliza, me ofende y me insulta, es la realidad detrás de
ella. Me escandaliza la indiferencia ante todo tipo de violencia contra las
mujeres, me ofende que discutamos si puta es muy grosero o muy ofensivo o muy
legítimo, en lugar de estar discutiendo sobre formas de cambiar ese machismo
que tanto daño le hace a las sociedades y que no solamente viene de los hombre,
viene, en gran medida también, de nosotras, las mujeres, de nuestro juicio
hacia aquellas que se comportan de forma distinta o que no comparten nuestra
moral.
Somos una sociedad indolente ante la puta, porque decidió
prostituirse; ante la joven violada por su mejor amigo, porque a quién se le
ocurre salir a tomar con hombres por más amigos que sean; ante la mujer
denunciando en una comisaría, porque algo le ha de haber hecho al marido para que
le pegue; ante la joven que no puede caminar en paz por la calle sin ser morboseada en cada esquina, porque no debió vestirse así. Somos una sociedad indolente ante la realidad de la mujer a quien su
jefe le arrincona cada que puede para proponerle favores sexuales y ante
aquella que vive un infierno en su propia casa Somos indolentes y maleducados, porque ante la violencia, la culpa
siempre será de la puta que lo provocó. Así que bien está, por puta.
La palabra no es el problema. Quizás la campaña sí, pues si
nos tiene discutiendo sobre una palabra, en realidad no cumple su objetivo, que
entiendo yo, es visibilizar esa violencia latente, tan cotidiana que a veces
hasta se nos hace normal. ¿No será hora de empezar a pensar en campañas y
mensajes hacia aquellos hombres violentos, abusivos y machistas? ¿No será de
educar a nuestros niños desde pequeños, en respeto y amor hacia las mujeres?
¿No será de quitarle tanto juicio a la mujer y sus decisiones? Y es que puta o no puta, aún hay
violencia, aún hay abusos, aún hay discrimen.
La pelea está ahí, en hacer
cumplir derechos, en educar, en dejar de repetir expresiones machistas para referirnos a otra mujer, en inmutarnos al ver maltrato, abuso o violencia, en hablar, en protestar, en denunciar. En no mirar a otro lado. En no callar.
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