lunes, 11 de mayo de 2015

La dictadura del corazón



La nueva joya propagandística del régimen apareció en redes y creó revuelo. Hablan de dictadura, del corazón, del cambio, del amor. Sí, la palabra dictadura se usa en la misma frase que la palabra corazón. Oximorón que le llaman.



El spot inicia con un fragmento del discurso de Daniela Armijo, “la estudiante que hizo llorar a Rafael Correa", en la inauguración de Yachay, “Ciudad del Conocimiento” en abril de 2014. La voz quebrada de la emocionada y cándida joven se mezcla con imágenes de indígenas, pescadores y transeúntes; habla del pasado y del cambio, de cómo ahora los marginados son solamente un recuerdo, de las oportunidades de las nuevas generaciones… Aparece de repente ella, la que hizo llorar al líder, se escuchan aplausos de fondo, aparecen otra vez rostros indígenas, mestizos, mulatos, y de repente empieza una melodía de fondo, que se abre con la imagen de – por supuesto – una carretera. 




Escuchamos entonces el jingle en voz femenina: “Si esto es una dictadura nos estuvieron engañando, hasta hace poco yo creía que un dictador era un tirano”. “Y lo que veo en las calles es un país que está cambiando”, continúa una voz masculina. Sigue el spot con una serie de imágenes de escuelas del milenio, niños balanceándose alegres en columpios o en bicicletas; viendo al cielo, llenos de esperanza, cabello volando al viento, personas con discapacidad conversando o riendo, comunidades indígenas, fiestas folclóricas,  madres con bebés en brazos, paisajes ecuatorianos – hay que apelar a ese orgullo de pertenecer, que tanto les gusta a los creativos publicitarios del correismo – y en el estribillo: “Si esto es una dictadura, es porque el corazón les está dictando” o “Si esto fuera una dictadura, sería la dictadura del amor, la dictadura del pueblo, patria y revolución”.

No sé si es sorpresa la reacción primera, pues este gobierno y su aparato de comunicación es cada vez menos sorprendente. No sé si es indignación, ira o incomodidad. ¿Nos están diciendo que en efecto, vivimos en una dictadura, pero que es una dictadura buena, y por lo tanto, se justifica? ¿Saben realmente qué significa dictadura? (Si no lo saben, ahí está la definición de la RAE). 

¿La historia de América Latina y del mundo entero no nos ha demostrado ya que una dictadura implica vejaciones, violaciones a los derechos humanos, familias enteras desaparecidas, interrogatorios con tortura incluida, persecución, encarcelamiento, asesinatos, campos de trabajos forzados, niños robados e historias marcadas para siempre? 


Como la memoria es frágil, recordemos algunas cifras que dejaron las dictaduras. Con Franco en España: más de 140 mil desaparecidos, dos mil fosas comunes y un número que oscila entre 50 mil y160 mil personas asesinadas. Con Pinochet en Chile: 40 mil víctimas de prisión, tortura, muerte o desaparición. En Argentina, solo el testimonio de Videla, confirmó la muerte de "siete mil u ocho mil personas",  sin mencionar los miles de niños desaparecidos por los que han luchado durante décadas las Madres de Mayo. Con Trujillo en República Dominicana: 50 mil personas asesinadas, con Somoza en Nicaragua, la cifra de víctimas alcanza cien mil entre torturados, desaparecidos y asesinados. Esas son dictaduras. Eso significa una dictadura. 


Comprendiendo el significado de la palabra, resulta ofensivo ese spot - que muy probablemente se paga con recursos de todos los ecuatorianos -,  es insultante ver cómo lo promocionan en Twitter los ministros y funcionarios de estado a través de las cuentas institucionales y de las suyas personales. 


El intento grotesco de darle la vuelta a la palabra dictadura nos pone frente a la disyuntiva de comprender si quienes están detrás del spot realmente creen que los ciudadanos somos idiotas o si a fuerza de vender la idea de un país perfecto durante los últimos siete años, ya no distinguen lo que es trabajar para posicionar de forma positiva un proyecto político versus insultar la inteligencia de todo un país.





¿De dónde sale un spot que busca purificar no solo el significado, si no también la carga emotiva, de la palabra dictadura? 

Este gobierno ha sido criticado por diversos sectores por tener prácticas que se alejan de la democracia, como las actitudes arbitrarias por parte del mandatario hacia ciudadanos comunes (el caso más reciente es el del estudiante Luis C., pero no olvidamos el del cantante popular Jaime Guevara o el de la periodista tildada de "gordita horrorosa"), la utilización de recursos públicos para desprestigiar a quienes son considerados opositores del régimen, las dudosas actuaciones de la justicia en casos como Los Diez de Luluncoto o las sanciones desmedidas a medios de comunicación privados, por mencionar algunas. 


Que altos cargos del ejecutivo hayan pasado a ser cabeza de otras ramas del Estado también ha sido señalado como falta de independencia de los poderes, una de las características de las dictaduras: Domingo Paredes, pasó de la Secretaría del Agua a la presidencia del Consejo Nacional Electoral, Pedro Páez del Ministerio Coordinador de la Política Económica a la Superintendencia del Control de Poder de Mercado, Gustavo Jalkh ex Secretario Privado del Primer Mandatario y hoy Presidente del Consejo de la Judicatura. 

¿El objetivo de este spot es callar esas voces que tildan al régimen de dictadura, aceptando que sí lo es? ¿Busca convencernos que si Rafael es el líder, entonces todo lo que dirija - dictadura incluida - es bueno? Tal cual ese marido que le golpea a la mujer, pero "por su bien". ¿Tan dormidos estamos los ciudadanos como para no aterrorizarnos ante la posibilidad de estar en una dictadura, por más del corazón que ésta sea? ¿Tan acostumbrados estamos a un líder déspota, que arremete contra periodistas, estudiantes, indígenas, médicos, mujeres, homosexuales, jubilados, trabajadores, opositores y ambientalistas, pero por lo menos hace carreteras?


El mayor de los peligros siempre ha sido la indiferencia. Pensar que como no es directamente conmigo, entonces no me incumbe. Creer que puede haber un mesías, un salvador, un héroe "con los pantalones bien puestos", capaz de poner orden en el país como si de su casa se tratara: a los gritos, a las patadas, a las malas. Lo más grave que nos puede pasar es comportarnos con la misma sumisión con la que el hijo maltratado agacha la cabeza frente al padre violento, convenciéndonos de que por lo menos mantiene la casa. La "mejor" de las dictaduras nunca estará por encima de la peor de las democracias. Aunque intenten convencernos de lo contrario. Ya hemos visto antes los argumentos para justificar unas dictaduras y condenar otras, pero no, en las dictaduras se violan los derechos humanos, se asesina impunemente, se destruye toda la institucionalidad. ¿Es lo que queremos para nuestro país? ¿Podemos sonreír y alegrarnos por un spot que habla de dictadura en el Ecuador? 

Las palabras tienen fuerza. Las palabras construyen. Las palabras crean marcos de pensamiento, plantan ideas. De las ideas surgen acciones. Las palabras nos permiten soñar, imaginar, desear. Así que a cuidar bien esos deseos, esas palabras, esas ideas, no vaya a ser que se conviertan en realidad.


Sobre las dictaduras:


martes, 3 de febrero de 2015

Puta, la palabra. Puta, la realidad.

Cortesía bbc.co.uk
Con toda la polémica de la campaña de la concejala quiteña Carla Cevallos, me he puesto a pensar en la palabra puta. Dándole vuelta a mis ideas, se me cruzó el documental Mi novio, un turista sexual, realizado por Monica Garnsey, que muestra la dinámica de un hotel en Isla Margarita, Venezuela, cuyos huéspedes pagan 160 euros diarios,  y además del hospedaje y la alimentación, adquieren también una “novia”.  Tal cual. Una prostituta que juega el rol de la novia: tiene que acompañar al cliente a pasear, a almorzar, cuidarlo si se enferma, atenderlo en la cama y cumplir todas las exigencias propias del machismo.


Ver el documental me aterra. Sobre todo por el enfoque, no es como las películas de terror en las que se muestra la trata de mujeres, obligadas a prostituirse, maltratadas, golpeadas, violadas y drogadas para aguantar los abusos de sus captores y sus clientes. Aquí, las jóvenes y el empleador, si así se lo puede llamar, apelan a una "decisión", que le da el aire de voluntariedad. Aquí la mercancía no solo es el cuerpo, también lo son los sentimientos, las relaciones; en servicios como este, se ofrece la idea de que el amor se puede comprar y vender. 


Quienes compran el servicio son hombres treinta o cuarenta años mayores a las muchachas, con sobrepeso, con hábitos higiénicos cuestionables, como narra la documentalista. Hombres que se quejan porque una de las “novias” de alquiler tuvo su período en medio del intercambio comercial y se ve obligada a cancelar el trato con el cliente. Hombres que se quejan porque la “calidad y variedad” de las novias ha decaído. Hombres violentos. Hombres que no aman a las mujeres, que no ven en ellas a otro ser humano, que no valoran sus cuerpos ni sus almas.


Imagen tomada de: unreflejoenlaventana.blogspot.com

El propietario del hotel, que por supuesto, es un hombre, se considera un empresario, habla con la tranquilidad que solo le puede dar una conciencia retorcida, sobre los beneficios que tienen sus chicas, las novias, las prostitutas, como elijamos llamarlas. No se inmuta, no se ve como lo vemos del otro lado de la pantalla, con ese machismo repugnante, que hace de algunos hombres, los peores enemigos de las mujeres.

Y eso espanta. Esa calma pasmosa tras la violencia solapada. Ahí está el problema, pues desde mi punto de vista, en general, las campañas están orientadas a nosotras, las mujeres: no se vistan provocativo o las violan, no se emborrachen o las violan, no salgan solo con hombres, aunque sean sus amigos, o las violan, no conversen con hombres desconocidos, o las violan. Si infringimos alguna de estas sagradas advertencias y nos violan, entonces bien merecido lo tenemos, por putas.

Y ahí está la palabra puta, la de la polémica. La palabra que usan esos hombres machistas y deformados, cuando no les aceptamos una invitación a salir, cuando andamos en mini falda o escote, cuando ellos no nos atraen y se los decimos, cuando no somos hipócritas con respecto al sexo, cuando no nos dejamos intimidar por sus muestras de poderío, cuando no aceptamos sus desvalorizaciones. Puta es cualquiera que les rompa un esquema, cualquiera cuyo comportamiento sea reprochable desde su moral machista, cualquiera a la que no puedan pisotear.

Desde esa perspectiva, puta podemos ser todas. Pero no es así. La palabra que desvaloriza o pretende hacerlo, no es más que una palabra. Lo grave no es eso. La puta, como tal, vive una realidad mucho más dura que aquella que vivimos la mayoría de las mujeres que nos enfrenamos a situaciones de acoso en las calles, en las oficinas, en las universidades o en los propios hogares. La puta, en el término estricto, es aquella que vende su cuerpo. En la mayoría de los casos, porque cree que no tiene otra alternativa, porque ha sufrido algún tipo de abuso sexual a edad temprana, porque tiene dificultad para mantener a su familia, porque vive en una situación de vulnerabilidad permanente, porque hay un hombre dispuesto a comprar su cuerpo, porque hay otro, dispuesto a lucrar de ese cuerpo femenino que le pertenece mientras cobra por su uso, como si alquilara un bien. Las historias de prostitución son desgarradoras, por eso ser puta, no es insulto, ni mérito; es dolor.


La palabra no me escandaliza, no me ofende, no me insulta. Lo que sí me escandaliza, me ofende y me insulta, es la realidad detrás de ella. Me escandaliza la indiferencia ante todo tipo de violencia contra las mujeres, me ofende que discutamos si puta es muy grosero o muy ofensivo o muy legítimo, en lugar de estar discutiendo sobre formas de cambiar ese machismo que tanto daño le hace a las sociedades y que no solamente viene de los hombre, viene, en gran medida también, de nosotras, las mujeres, de nuestro juicio hacia aquellas que se comportan de forma distinta o que no comparten nuestra moral.


Somos una sociedad indolente ante la puta, porque decidió prostituirse; ante la joven violada por su mejor amigo, porque a quién se le ocurre salir a tomar con hombres por más amigos que sean; ante la mujer denunciando en una comisaría, porque algo le ha de haber hecho al marido para que le pegue; ante la joven que no puede caminar en paz por la calle sin ser morboseada en cada esquina, porque no debió vestirse así. Somos una sociedad indolente ante la realidad de la mujer a quien su jefe le arrincona cada que puede para proponerle favores sexuales y ante aquella que vive un infierno en su propia casa Somos indolentes y maleducados, porque ante la violencia, la culpa siempre será de la puta que lo provocó. Así que bien está, por puta.


La palabra no es el problema. Quizás la campaña sí, pues si nos tiene discutiendo sobre una palabra, en realidad no cumple su objetivo, que entiendo yo, es visibilizar esa violencia latente, tan cotidiana que a veces hasta se nos hace normal. ¿No será hora de empezar a pensar en campañas y mensajes hacia aquellos hombres violentos, abusivos y machistas? ¿No será de educar a nuestros niños desde pequeños, en respeto y amor hacia las mujeres? ¿No será de quitarle tanto juicio a la mujer y sus decisiones? Y es que puta o no puta, aún hay violencia, aún hay abusos, aún hay discrimen. 

La pelea está ahí, en hacer cumplir derechos, en educar, en dejar de repetir expresiones machistas para referirnos a otra mujer, en inmutarnos al ver maltrato, abuso o violencia, en hablar, en protestar, en denunciar. En no mirar a otro lado. En no callar.

lunes, 20 de octubre de 2014

Cuando vengan los migrantes españoles

Artículo para Gkillcity.com, junio 2012
Es regordeta y pequeña. Lleva el cabello corto, las uñas pintadas y corre hacia la puerta de embarque para no perder el avión. Su hijo corre detrás de ella. Cada uno lleva una maleta de mano. Digamos que se llama Rosa. Vive en España hace trece años. Tiene dos hijas de 23 y 26 años de su primer matrimonio, y un nieto. Por segunda vez, se casó con un español y tuvo dos hijos más, uno de nueve, Richard, quien le acompaña en su viaje, y una de siete, que se quedó en España con el papá. “Yo solo de visita voy a Ecuador” me cuenta Rosa con su acento español, mientras esperamos la conexión a Quito desde Panamá. “Me fui porque allá las cosas estaban mejor, pero ahora ya no tanto, lo bueno para mi es que me casé con un español y por eso pude llevar a mis hijas a vivir conmigo, pero no se enseñaron y se regresaron a Ecuador… Lo malo es que por la crisis ya no puedo mandar tanta plata como antes… Antes les dejaba unos 500 o 600 euros cada mes, ahora si acaso les mando unos cien cada dos meses”.
José, guayaquileño de 42 años llegó a Italia en 2004. Su primo que vivía en España, lo ayudo a conseguir un trabajo con mejor sueldo y llegó a Barcelona en 2006. Ahí compartía un piso de dos habitaciones con cinco personas más, entre colombianos, peruanos y ecuatorianos. Hace dos años perdió su trabajo y no ha podido encontrar otro. Hace seis meses decidió regresar a Ecuador. Vuelve con pocos enseres y 2500 euros que pudo ahorrar. “Joder, es que estoy peor de lo que me fui”, dice con una voz que apenas se le escucha, “yo vine a España porque aquí se ganaba mejor, ahora Ecuador está mejor que España”.
Antonio es ibarreño. Vive en Madrid hace trece años. Tenía un título universitario, pudo trabajar en distintas empresas, compró un piso en Sevilla. Mandó a traer a su esposa y sus dos hijos que en ese entonces tenían nueve y once años. Su esposa consiguió un trabajo como asistente de una empresa. Con la crisis, marido y mujer perdieron sus empleos y poco después, perdieron también su casa. “Menos mal con una platita pudimos comprar un terreno en Cayambe y poco a poco mandamos plata para tener una casita. Aún no está terminada, pero ya es algo”. La esposa y la hija mayor están ya en Ecuador. El hijo menor no quiere regresar, “él dice que ya tiene su vida acá, que en Ecuador no conoce nada, aquí tiene sus amigos, su novia… Es el único que tiene un trabajo de la familia, pero gana poco, no podemos quedarnos más”.
Patossa, patossa.com
Esas son algunas de las miles de historias parecidas que se repiten en el Aeropuerto de Barajas: compatriotas que salieron del país en plena crisis bancaria y que llegaron a España como mano de obra barata. Ahí consiguieron trabajo, recomenzaron sus vidas, llevaron a sus familias, algunos lograron comprar sus casas… Y hoy, regresan a Ecuador. Algunos con más, otros con menos, pero en general, llenos de decepción y golpeados por la crisis económica que ataca al continente europeo y que tiene impacto en toda América Latina.
“Los más de 400.000 ecuatorianos que residen legalmente en España suponen la mayor colonia latinoamericana en el país; la segunda de extranjeros después de los marroquíes. De acuerdo con los datos del Banco Mundial, en 2008, la cantidad de remesas enviadas a Ecuador disminuyó un 10% respecto a 2007. Más aún, es el segundo país dependiente de las remesas de España, concretamente un 4% del producto interior bruto (PIB), sólo por detrás de Bolivia (las remesas que llegaron de España en 2007 representaron un 10% del PIB)” según una publicación de Diario El País en junio 2012.
España, que hasta hace pocos años era una de las potencias económicas mundiales, es hoy en día un país con 24% de su población en el paro (seis millones de personas), al borde de un rescate por parte de la Unión Europea para sanear la banca y con un pesimismo generalizado entre los españoles. En el barómetro de febrero pasado del Centro de Investigaciones, el porcentaje de españoles que consideran “mala o muy mala” la crisis, llega a un 89%, cumpliendo así un récord histórico. Esto se ve reflejado en todo: las conversaciones entre la gente, la política económica que pretende aplicar el Partido Popular, vencedor de las últimas elecciones a fines de 2011 y el fin de las remesas de los migrantes.
La sensación generada en los inmigrantes es que España les ha dado la espalda frente a la crisis a pesar de que ellos han sido una fuerza laboral importante, sobre todo para trabajos que los españoles no querían hacer: cuidadores de ancianos, personas de limpieza, albañiles, guardias de seguridad, entre otros. Hoy en día, ellos dicen sentirse rechazados, pues son los primeros que han pagado la crisis, los primeros en ser despedidos de los empleos - la tasa de desempleo por ejemplo, puede aumentar hasta diez puntos en el caso de los extranjeros con respecto a los españoles o en ser detenidos en las calles para requerir sus papeles, pues esa ya es una escena común en el metro de Madrid, en los locutorios, en las calles concurridas e incluso en las entradas de comedores o albergues sociales, donde los extranjeros son los primeros en acudir. A pesar de que varias organizaciones de defensa de los derechos de los inmigrantes han denunciado, la situación persiste.
Sin embargo también son los más ocurrentes para encontrar salidas a la crisis: varias familias se reúnen para comprar los productos a mercados mayoristas y ahorrar hasta el 50% en los precios o generan asociaciones de ahorro mensual, cuyo monto final es repartido a la familia más necesitada de todas las que contribuyen. Ellos dicen que conocen la crisis, muchos de ellos las han vivido en sus países y hoy la tienen que afrontar en España: “los españoles exageran; es verdad que hay crisis, pero ellos se quejan en lugar de buscar soluciones”, dice Eduardo, un colombiano que junto a varios ecuatorianos se han dado modos para sobrellevar los problemas económicos. “Mi familia en Colombia me pregunta cómo está la cosa acá, y es cierto que ya no es igual que antes, es difícil, pero ni más ni menos de lo que nos ha tocado a muchos latinoamericanos en nuestros países, pero nosotros tenemos empuje para el trabajo, somos creativos, aquí solo se quejan”.
http://hey-juddy.blogspot.com/2013/10/presente-bruto-ilustrado.html
¿Y los españoles qué opinan? Mientras estoy en el metro de Madrid, escucho una conversación entre dos españolas. La una se queja del paro, la otra culpa a los extranjeros. Dice que ellos han quebrado al país por llevarse el dinero fuera. La otra asiente sin saber mucho qué decir. Las dos son de mediana edad, una de ellas tiene uniforme de enfermera.
Más tarde, mientras hago cualquier otra cosa, la televisión prendida, me llama la atención de repente una joven española que dice con total desparpajo que los latinoamericanos deberíamos pagar la crisis con nuestras obras de arte, el oro de las iglesias y demás, pues según ella, fueron los españoles los que construyeron, pintaron, moldearon todas esas obras. Se le olvida decir que el oro era nuestro. Para ella es lógico, que paguemos su crisis. Menciona la palabra solidaridad. Me sorprende la soltura con la que suelta semejantes afirmaciones.
Otro día, en el tren Madrid-Salamanca, un joven médico habla airadamente con su compañero de viaje, quien al parecer sugirió que los inmigrantes no tienen los mismos derechos que un español. El joven se indigna, se pone colorado y lo trata de cabrón, asegurando que los inmigrantes han contribuido tanto o más al desarrollo del país que cualquier madrileño o salmantino.
Sofía, una estudiante de arquitectura con la que termino conversando en el metro, me dice que ahora “América está mejor que España, joder que estamos muy mal aquí, pero es que los políticos se han cagado en todo”. Y no es la primera persona que me dice que América en general y Ecuador en particular, están hoy mejor que España. Y eso se respalda en cifras. Varias empresas de cazatalentos españolas, aseguran que el casi el 70% de los españoles consideran viable la opción de migrar a América Latina, pues consideran que la situación económica es mucho mejor que en Europa. Sofía ríe cuando le comento esto y me dice: “Pues bueno, la situación da la vuelta. Antes veníais vosotros, hoy vamos nosotros, a ver si allá tratan tan mal a los españoles como hemos tratado aquí a los americanos”.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Amado bajo la cruz




Cada quien carga su cruz, dice una beata mirando su rosario, mientras sale presurosa de la misa de la catedral. A pocos pasos de ella, Amado Loleído, sonríe pícaro ante esas palabras. Sin decir nada, reanuda su tarea; sus dedos recorren las teclas de un viejo acordeón rojo convirtiendo esos rápidos movimientos en música. Sus pómulos salientes, su tez trigueña, sus labios gruesos, sus manos toscas revelan su origen campesino, del páramo de Pujilí. Una gorra azul cubre parte de su rostro y oculta unos ojos entrecerrados, que  dice él, no son más que adorno, pues no sirven para ver.

Si trazaramos una línea recta desde la cruz de la cúpula de la catedral, pasaríamos exactamente por la mitad del letrero de porcelana que indica “Calle de las siete cruces”, y llegaríamos hasta la punta de la cabeza de don Amado, que todos los días, durante seis horas, se sienta exactamente en el mismo sitio a tocar pasillos, boleros y albazos. Y sabe combinar, pues si la vida tuviera un soundtrack, las melodías que salen del viejo acordeón de este hombre de sesenta años, serían el perfecto fondo para este escenario colonial.

Aprendió a tocar el acordeón y la batería cuando tenía doce años, en una escuela para ciegos. Allí también le enseñaron a leer y escribir en braile. Desde entonces, han pasado casi cincuenta años y hartas penas, porque la vida es todo lo que uno no se imagina, dice. Me toma de la mano y me hace tocar su reloj en braile. Cinco para las doce, añade. Saca su teléfono celular, más viejo que yo, bromea, y mantiene aplastada una tecla que deja escuchar una voz mecánica confirmando la hora.

Con un bastón plegable, logra caminar, subir y bajar del bus, cruzar calles y avenidas hasta llegar a esta vía estrecha, que guarda en sus muros la historia de la muerte del presidente Gabriel García Moreno o los recuerdos de Manuela Sáenz, la libertadora del Libertador; por esta calle pasaron Sucre y Bolívar, y se reunieron los rebeldes que darían el primer grito de independencia del continente, por ahí corrieron centenas de manifestantes intentando huir de los gases lacrimógenos durante las innumerables marchas en contra de los tres presidentes derrocados en menos de diez años. Y él también tuvo que tragar gas y oír a las turbas enardecidas que exigían al mandatario de turno que se fuera. Una vez, en medio de las manifestaciones, un ladrón aprovechó para robarle el acordeón. Don Amado sintió que le quitaban la vida. Ni diez minutos duró el susto. El arrepentido bandolero regresó y se lo devolvió, cuando se dio cuenta que era ciego. Hasta disculpas le pidió antes de salir corriendo, recuerda mientras empieza una nueva melodía que lo llena de nostalgia de su infancia en tinieblas, de su madre describiendo el paisaje, detallando colores que él nunca pudo conocer, de América Campoverde,  sobre todo nostalgia de su amor con ella, la joven costurera de cuya voz se enamoró hace veintiocho años cuando le pidieron que tocara en una escuela de corte y confección en la que ella estudiaba. Nunca la ha visto pero sabe que es hermosa. Lo sabe por su voz.
 Se enamoró, le pidió matrimonio y ella aceptó. Casi treinta años y cuatro hijos después, América sigue siendo su compañera, quien elige los colores de los trajes que don Amado viste cada mañana para ir a trabajar. No hay un día de descanso, dice, porque todos los días hay que comer y para comer hay que trabajar.

Sin un atisbo de amargura cuenta que jamás se imaginó que un día viviría de su música. Recuerda que durante muchos años tuvo una pequeña cabina con un viejo teléfono de esos de disco. Lo alquilaba. Empezó cobrando doscientos sucres y terminó en cinco mil por una llamada telefónica. Luego llegaron los celulares y el internet y tuvo que dejar un negocio que se volvió obsoleto. Todos pasamos de moda, dice mientras me toca el brazo, como una forma de garantizar que aunque no me ve, siente que estoy cerca y me escucha, porque su vida está llena de pequeños sonidos; el del despertador, el del café vertido en la taza de vidrio, el de la puerta que rechina al abrirse, las bocinas de los autos, el motor del autobús, las campanas de la iglesia, las monedas que caen en el envase de aluminio cuando un turista se queda disfrutando de su música...

Dios da, dios quita, dice un anciano que se ha acercado a escuchar la historia que don Amado me cuenta. Él se ríe. Aquí todos son muy creyentes, yo también, dice, pero mentira que hay que cargar una cruz, como dijo la señora, ¿sí le oyó?  me pregunta. Cruces, las de la iglesia, sonríe sin lamentarse de nada. Lo que Dios manda, hay que aceptar ¿para qué amargarse? Tiene salud y vida y eso le basta para despertarse cada mañana y realizar un recorrido de por lo menos cuarenta minutos en transporte público, ida y vuelta, desde su casa en la periferia de Quito, hasta su puesto en el centro histórico.

Dulce pena es su canción preferida. Le pido que la toque y sale un albazo lleno de melancolía. A una señora se le humedecen los ojos, se santigua ante la cruz de la catedral, deja unas monedas y se queda observando. Un anciano entona la canción cuya melodía se desprende de los dedos de don Amado, “La pena que tú me diste es mi mejor compañera y le he tomado cariño de tanto vivir con ella, llegó como llega siempre, cuando uno menos se lo espera y ahora no me quita nadie, la dulzura de mi pena

Don Amado dice que su nombre fue un presagio de su vida, porque ha amado y lo han amado, porque él no ha tenido que cargar cruces, ni por su ceguera, ni por su pobreza, ni por su vejez, lo único que ha cargado, y con harta alegría, es su acordeón. 

martes, 16 de octubre de 2012

Paul Sobol, el hombre que sobrevivió a Auschwitz

Aquí está más completa, con fotofrafías y más detalle la historia profundamente conmovedora de Paul Sobol, un belga que sobrevivió al campo de concentración de Auschwitz. La entrevista fue hecha en Bruselas, en mayo de 2012 y publicada en la revista Mundo Diners en octubre de 2012. Mi profundo agradecimiento a Paul y toda mi admiración por su valentía y capacidad de resiliencia.

Han pasado más de setenta años desde que Paul Sobol sobrevivió al campo de concentración más terrorífico de la historia de la humanidad: Auschwitz,  y cuenta la historia con la lucidez que podría resultar ajena a una persona de 86 años.  Sus ojos están enmarcados por arrugas que delatan su edad, su mirada es dulce y mientras cuenta sus vivencias, se pierde, como en la lejanía de sus recuerdos…
Paul nace en París, Francia, el 26 de junio de 1926, su padre, Romain es polaco y su madre, Marie, es rusa. Es el segundo de cuatro hermanos, Bernard es el mayor, Betsy y David son los últimos. Es una familia judía por herencia, pero no practican la religión. El papá, Romain es miembro del Partido Socialista. Paul recuerda haberlo acompañado a una manifestación contra la Guerra Civil española.  Romain trabaja como curtidor de pieles.
Su infancia transcurre de forma normal, como la de cualquier niño belga. Paul tiene siete años en 1933 cuando Hitler toma el poder en Alemania. Poco a poco el nazismo se expande por Europa, hasta que el 1 de septiembre de 1939, Alemania invade Polonia. La Segunda Guerra Mundial estalla. Poco después, Paul de 14 años vive el primer gran golpe de su vida. Su hermano Bernard, su ídolo, su ejemplo a seguir, muere de una perotinitis a los 18 años. Dos meses después Alemania invade Bélgica, Romain Sobol se une a la resistencia distribuyendo periódicos clandestinos en contra del nazismo.

Entrada a Auschwitz, hoy es un museo





Romain decide que es momento de que Paul aprenda el oficio de curtidor de pieles, pero a Paul no le gusta, él prefiere pasar sutiempo dibujando. Sin saberlo, esa afición le salvaría la vida.

En la época empiezan las primeras leyes antijudías, se les prohíbe ejercer profesiones como médicos o abogados, y son forzados a inscribirse en la Asociación de Judíos en Bélgica. A partir de entonces se les obliga a llevar una J en su cédula de ciudadanía y la estrella de David cosida sobre la ropa, de forma visible para que los judíos sean fácilmente identificables.  Cuando Paul la empieza a usar tiene 16 años. Sus amigos bromean con él, lo llaman el Sherif de la banda.
El 16 de julio de 1942, hay una deportación de judíos masiva en Francia, su país de nacimiento. En agosto, la policía de Bélgica colabora para la detención de tres mil judíos belgas. Paul está empezando su segundo año de la Escuela de Artes y Oficios. El director convoca a su oficina a todos los alumnos judíos y les pide que no vayan al día siguiente: los nazis van a hacer redadas en las escuelas. Romain Sobol decide que es momento de esconderse para salvar a su familia. Desaparecer.
Robert Sachs es el nuevo nombre de Paul Sobol en la clandestinidad, pero él se hace llamar PolBob. Toda la familia se traslada a otro barrio, un amigo logra conseguir un espacio de dos cuartos para la familia entera, sobre un taller de limpieza de ropa. Paul duerme en una cama plegable. Su mamá tiene miedo de salir, pues tiene un fuerte acento extranjero y se queda la mayor parte del tiempo en casa junto a David de 12 años, mientras Romain que habla perfectamente flamenco y alemán continúa trabajando para mantener a la familia. 
Paul tiene 86 años y vive en Bruselas

Paul encuentra un complejo deportivo en donde pasa todo el día practicando deportes. Es en esa época que conoce nuevos amigos, sale a bailar con ellos, va al cine y procura vivir la vida como un joven de 16 años. Entre esos jóvenes está Nelly, de la misma edad de Paul, de una familia muy católica. Paul está enamorado de ella pero no le puede revelar su verdadera identidad, de hacerlo pondría en peligro a toda su familia.
En barracas como estas, viajó Paul con su familia a Auschwitz
El 6 de junio es el Día D, el Desembarque de los Aliados en Normandia. Paul y su familia están llenos de esperanza. Parece que finalmente la guerra va a terminar. Sin embargo una semana después, hacia las once y cuarto de la noche, la Gestapo fuerza la puerta de la casa en la que la familia Sobol se esconde. Fueron denunciados. En su perfecto alemán Romain Sobol pregunta de qué se les acusa. Simplemente de ser judíos. El oficial a cargo reúne a los tres hombres de la casa y amenazándolos con el rifle los obliga a bajarse los pantalones y enseñarles el pene. “Ven, todos son iguales, sucios Juden, mentirosos”. A empujones y amenazas, la familia Sobol es llevada a Malines, al centro belga de concentración de judíos. Allí, los registran con su verdadera identidad, les obligan  a entregar todas las pertenencias de valor y les anuncian que serán deportados a Alemania. Paul se pregunta qué hicieron para ser tratados así. Piensa en Nelly. Sin explicarse cómo, llegan dos encargos para Paul de parte de su amada. En uno de esos, hay una pequeña foto de ella. Paul la dobla en ocho pedazos y la guarda como un tesoro. Durante su estancia en Malines, la familia Sobol se llena de esperanza. Los americanos están cada vez más cerca de Bélgica. Sin embargo estas se desvanecen cuando el 31 de julio, un mes y medio después de su llegada al campo, el convoy número 26 sale de Malines hacia el este con más de 800 personas, entre ellas la familia Sobol. Ese sería el último transporte de prisioneros deportados a los campos de concentración antes de la liberación de Bruselas.

Cerca de 60 personas viajan en el mismo vagón que Paul. En una esquina hay una especie de balde donde los viajeros hacen sus necesidades. Cuando todos están instalados, el tren se va hacia el este. Nadie sabe qué pasará. Paul toma la foto de Nelly y la mira. Toma un lápiz y sobre un pedazo de papel higiénico, le escribe contándole su traslado, y con la esperanza de verla pronto, anota la dirección de la joven y tira el mensaje por un agujero, confiando en que alguien lo encuentre y se lo dé. Paul no sabía que su mensaje llegaría a manos de su amada Nelly.
Sin agua y sin comida pasan tres días y tres noches hasta llegar a Polonia donde se abren las puertas: están en el campo del terror. Junto a Auschwitz está Birkenau, allí se ubica la plataforma en la que se hace la selección de prisioneros. Paul habla flamenco, y por su parecido al alemán, logra entender los gritos de los soldados “Schnell, schnell”, “rápido, rápido”. La selección consiste en separar a los hombres de un lado, las mujeres del otro. Ahí Paul ve las primeras acciones violentas. Un hombre no quiere ser separado de su mujer y sus hijos. Un soldado de las SS se acerca y lo golpea. Paul no entiende qué pasa. Su madre y su hermana quedan al otro lado, junto a las mujeres. Paul quiere decirles adiós, pero no puede. En pocos segundos las pierde de vista. Busca entre la muchedumbre el rostro de su madre. Todos los hombres vuelven a ser puestos en dos columnas. Paul, su padre y su hermano David quedan en el lado derecho. A la izquierda es la fila de enfermos, viejos, discapacitados. Schnell, schnell! Los conducen a la entrada de un edificio, de tres en tres, en fila india, les dan la orden de desvestirse. Al entrar Paul ve los prisioneros con su uniforme gris a rayas azules. Sin darse cuenta y sin explicaciones, uno de esos prisioneros se encarga de raparles toda la cabeza y el pubis. Les pasan luego un cepillo con detergente por todo el cuerpo, en otra habitación cae agua del techo. Siguen pasando rápidamente hasta un cuarto donde están soldados SS y más prisioneros con un registro en el que anotan nombres, apellidos, lugar de nacimiento, edad, profesión. Uno de los prisioneros junto al soldado SS le toma del brazo izquierdo y le tatúa el número que le corresponde, B-3635. En la mano derecha, Paul esconde la pequeña foto de Nelly. Todo pasa tan rápidamente que no logra entender qué sucede. Junto a los otros prisioneros, se incorpora nuevamente a la fila. Corren. Les entregan unos uniformes. Mira a su alrededor tratando de ver un rostro conocido. Pero desnudos y sin identidad, todos se ven igual. Una vez vestidos, caminan durante dos o tres kilómetros. Es de noche y Paul logra distinguir dos filas de alambre de púas. En una de las filas, cada cierto espacio hay rótulos blancos con un dibujo de una calavera en rojo. Los cables son de alta tensión. Pasan luego por una especie de entrada. En la parte superior dice “Arbeit macht frei[1]. Se abre el portal, todos entran y se vuelve a cerrar. Les ubican en una habitación vacía, sin camas, sin mesas, sin nada. Son cerca de cien personas. Se acuestan en el suelo para dormir. A las cinco de la mañana se abre la puerta. Entran los SS con matracas, acompañados con los colaboradores que llevan palos. Así empiezan a convertirse en buenos esclavos. Paul ya no es Paul. Es B-3635. A gritos les dicen Jude Untermenschen[2], y les obligan a levantarse.
Aún hoy se puede ver el número de prisionero en el brazo de Paul


El papá de Paul habla polaco, alemán, francés y flamenco, por lo que puede comunicarse con otros prisioneros.  Es así como Romain se entera que están en Auschwitz, y que esa habitación en la que les ubicaron es el Bloque de cuarentena la reserva de prisioneros para cuando otros mueren. Le explican que la primera selección que se hace fue la de la noche anterior. Romain pregunta qué sucede con aquellos que fueron puestos en la derecha. El prisionero le explica, entre dientes, que ellos se escapan por la chimenea. Ni Paul ni Romain entienden que se refiere a las cámaras de gas[3] y los hornos crematorios, que les está diciendo que la única forma de salir de Auschwitz, es como ceniza. Paul recuerda entonces los camiones blancos con el logotipo de la Cruz Roja que estaban cerca de la plataforma de selección. Los alemanes informan que hay epidemias en el campo, que hay que darse una ducha, que los viajeros que estén enfermos pueden subir en el camión. Entiende entonces que en realidad los camiones eran una trampa para evitar el pánico. Todos los incautos, las mujeres con sus hijos, los ancianos, los enfermos, son conducidos a una habitación grande, en la que había un gancho para colgar la ropa y un número. Los soldados pedían a los prisioneros que recuerden el número en el que dejaban sus pertenencias, para que cuando salgan de la ducha, puedan recogerlas. Confiados, todos se desnudaban, y entraban a la habitación. En el techo había una especie de tubería, con agujeros, por donde, pensaban ellos, saldría el agua para desinfectarlos. Lo único que salía por ahí era gas, Zyklon B. En veinte minutos todos morían asesinados. Había entonces un comando especial, Sonderkommando, que estaba encargado de abrir las puertas, mover los cadáveres, cortar el pelo, quitar los dientes de oro y llevar los cuerpos a los hornos crematorios. Las cenizas eran luego usadas para abono o eran lanzadas en el Río Vístula. Eso era Auschwitz: la fábrica de la muerte. Pero nadie sabía a ciencia cierta lo que pasaba, pues con clara eficiencia alemana, los soldados trataban de dar confianza para evitar el pánico, por eso crearon un mecanismo bien estructurado de engaño para que nadie sepa cómo se asesinaba. Paul pronto se dio cuenta que los prisioneros solo valían como herramienta de trabajo. Arbeti Macht Frei. Solo si trabajas sobrevives, si trabajas puedes comer, en la mañana te sirven una especie de agua caliente que llaman café, al medio día es un litro de una especie de caldo de col, una sopa melosa, con alguna papa que nada por ahí. Si le agradas al kapo[4] te puede ir un poco mejor, te dará lo que sobre al fondo de la olla. En la noche comerás 250 gramos de un pan pegajoso con un pedazo de salchicha y margarina. Eso es todo. Las calorías están calculadas para que los prisioneros duren 3 meses.
Frascos vacíos de Zyklon B reposan hoy en el museo Auschwitz


Para salir de la cuarentena, y a pesar de no saber nada de carpintería, Paul se ofrece como voluntario de carpintero. Lo llevan a un subsuelo donde está el comando al servicio de las SS. Ahí hay plomeros, pintores y verdaderos carpinteros al servicio de los oficiales de la SS que viven con sus familias en casas a las afueras del campo. El kapo del comando es un ucraniano llamado Igor que usa el trabajo de los prisioneros a su favor. Un polaco fabrica cajas para los cigarros que luego serán intercambiadas con los civiles que trabajan en Birkenau. Paul se da cuenta que no va a poder engañarlos porque no sabe fabricar nada, y entonces se acuerda de su habilidad para el dibujo, toma una caja y empieza a pintar sobre la tapa. El kapo, pensando que Paul sabotea el trabajo, se le acerca con un gran mazo, dispuesto a  golpearlo pero cuando ve el dibujo, se detiene. Sabe que así, las cajas ganarán valor. Paul se convierte en una herramienta útil para Igor, al kapo le conviene mantenerlo con vida. Entonces empieza a darle una papa extra en la sopa, pan y cigarrillos. Estos últimos son la moneda de intercambio en el campo.  Además tiene un oficio al abrigo de los climas extremos. Cada y quince días se encuentra con su padre y eso le da fuerza. Gracias a que el kapo entiende la utilidad de Paul, él logra tener ciertos beneficios; obtiene ropa limpia y en mejor estado que la anterior, botas nuevas y abrigos para soportar el invierno. Toma también ropa para dársela a su padre. De vez en cuando mira la foto de Nelly y piensa en que debe sobrevivir para ir a buscarla. No sabe nada más de su familia, al único que ve cada dos semanas es a su papá. El cansancio, el miedo, el hambre, no le permiten concentrarse en nada más que sobrevivir.

Esa es la foto de Nelly que Paul guardó cuando fue prisionero

Las condiciones de vida son extremadamente difíciles, hay epidemias que diezman a la población ya débil por las condiciones. La mayoría de prisioneros mueren de debilidad provocada por el excesivo trabajo y la falta de alimentación. Otro de los tormentos es el llamado de lista. Sin importar las temperaturas, cada tarde luego del trabajo, los prisioneros deben formarse y responder a la lista. Deben estar todos; los vivos y los muertos. En ese ritmo tan duro de vida, Paul mira a jóvenes de su edad, lanzarse desde las barracas hacia los alambres electrificados para suicidarse. Entonces Paul confirma lo que ya pensaba antes de la guerra: Dios no existe. Un dios jamás podría permitir que sucedan horrores como los que viven millones de personas en Auschwitz.
Así se ve hoy una de las cercas electrificadas en la época de Auschwitz

Se acerca el invierno. Cada cierto tiempo hay selección de judíos y miles son enviados a las cámaras de gas. Cada vez se escuchan más rumores sobre el fin de la guerra. Llega enero. Los rusos avanzan por todos los frentes. Se escuchan los cañones a lo lejos. Auschwitz debe ser evacuado. Las temperaturas son de veinticinco y treinta grados bajo cero. Inicia la llamada “Caminata de la muerte”. Los prisioneros salen en plena noche hacia la carretera. Para Paul es el inicio de un camino hacia el infierno. A los lados quedan los cadáveres de los que no resisten. Cuando algún prisionero intenta vanamente escaparse, los solados alemanes lo matan a palos o con un balazo. Al caer la noche, todos están extenuados; los alemanes buscan abrigo del frío para descansar unas horas, pero los prisioneros duermen a la intemperie. Al día siguiente, pocos se despiertan. La caminata continía durante tres días hasta que llegan al campo de Gross-Rosen, en el occidente polaco, a 200 kilómetros de Auschwitz. Allí reciben un poco de pan y se marchan nuevamente en un tren de mercadería. El frío sigue cobrando vidas. Paul solo piensa en sobrevivir una hora, un día. La muerte ya no le afecta, es algo banal. No se inmuta cuando un hombre cae a su lado, cuando otro no despierta de su sueño. Cinco o seis días después se abren las puertas del vagón. Están en el norte de Alemania, el campo de Dachau. Nuevamente es puesto en cuarentena. Se entera que Auschwitz fue liberado por los rusos nueve días después de su salida, siete mil quinientos prisioneros fueron encontrados con vida. A principios de febrero se entera que Bélgica fue liberada en su totalidad. Cada vez que piensa en Nelly mira su foto. Hay otra deportación, está vez lo llevan a un sub campo de Dachau, allí los alemanes construyen armas. A Paul le da disentería y va a parar a la enfermería. A su alrededor el olor a muerte y podredumbre es intenso. Como una señal milagrosa, la cocinera de este campo es una conocida de Paul y le da comida adicional en secreto. Nuevamente y a pesar de las condiciones logra sobrevivir.
Llega abril pero los prisioneros no saben nada de la guerra. Hay una nueva deportación, durante el trayecto hay un bombardeo de los aliados, Paul se da cuenta que otros prisioneros empiezan a escapar. Sin pensarlo demasiado, toma la mano de su compañero de vagón, Jean, y en medio del desorden, logran escapar. Escucha los disparos tras de sí, mientras corre lo más rápido que puede. Llegan a una granja, junto con Jean, otro prisionero y se esconden. Poco después oye la puerta que se abre y las voces de los soldados. Jean y Paul logran esconderse, conteniendo la respiración, y los soldados, sin encontrar nada, se van. A lo lejos, escuchan el ruido del tren que se vuelve a poner en marcha. El dueño de la granja sale y los encuentra intentando huir. Les apunta con un fusil de caza. Paul le suplica por su vida. Le convence, diciéndole que la guerra está por terminar que si él les ayuda, cuando lleguen los aliados, Paul les contará que el granjero los salvó. Antes de que el dueño de la granja pueda reaccionar, Paul y Jean están corriendo. El granjero dispara a sus espaldas, los dos jóvenes logran escapar de milagro. Buscan refugio en una iglesia, el cura los protege y quema sus uniformes de presos. Paul se desmaya de la debilidad y al desperar, ve a unos soldados franceses. Le pide al cura que los llame y con ellos se comunica, explicándole las condiciones en las que se escapó y pidiéndoles ayuda. Los soldados, prisioneros de guerra de los alemanes, les prestan unos uniformes de solados, para que puedan quedarse con ellos. La primera noche casi mueren cuando los soldadosy les comparten toda clase de comida, pues habían pasado demasiados meses casi sin comer, y al ver pollo, vino y paté, no pudieron resistir el hambre y se comieron todo sin medida.
Paul recuerda con perfecta claridad su historia en Auschwitz
El 1 de mayo, cumpleaños de Nelly, la ciudad en la que Paul y Jean pasaron los últimos días es liberada por soldados norteamericanos.

El regreso a casa toma un par de semanas; como Paul tenía nacionalidad francesa, es conducido por la Cruz Roja hasta París, pero él quiere volver a Bélgica. Es difícil cruzar la frontera, pero su angustia por volver a ver a su familia y a Nelly lo empuja a buscar soluciones. Así, logra pasar como un encargo, hasta la frontera, donde lo recibe un camión de la Cruz Roja y lo lleva hasta la estación de tren en donde pasará su primera noche, junto a miles de otros prisioneros repatriados. Ya en su ciudad, Paul llama a un amigo para que lo aloje. No tiene a nadie más. No sabe qué sucedió con su familia, guarda aún la esperanza de reencontrarse con ellos. El amigo de Paul vive frente a librería de los padres de Nelly. Cuando Paul llega, mira a través de la ventana y la ve allí, tan cerca de él. Ya no tiene que mirarla en la foto, la tiene a una calle de distancia. Paul siente que vuelve a vivir.
Su retorno a la normalidad va de a poco. Espera en vano el regreso de su familia. Solo Betsy sobrevive a Auschwitz. Pasan décadas sin que Paul sepa de sus padres y su hermano. Sabe que ya no puede seguir esperando y una vez más su habilidad para dibujar le permite encontrar trabajo en el ámbito de la publicidad. Se muda a una pieza en el mismo barrio de Nelly. Va reconstruyendo su vida. Volverla a ver es como volver a la vida. No falta quien le ayude. Quiere ofrecerle un futuro a Nelly, los padres de ella no están seguros de la vida que le espera a su hija junto a un hombre sin dinero, sin profesión, sin familia, pero Paul persiste, pues de algún modo, Nelly salvó su vida al darle un motivo para vivir mientras estuvo en Auschwitz. Paul que no cree en Dios, se convierte al catolicismo y finalmente se casa con su amada “Niní”.
Paul no considera que tuvo suerte, al contrario, él y su familia fueron deportados a Auschwitz en el último transporte, apenas semanas antes de la liberación de Bruselas, perdió todo contacto con su padre aunque estaban en el mismo bloque y formó parte de los prisioneros que salieron en la Caminata de la Muerte una semana antes de la liberación del campo. Lo que cree es que su vida se debe a una serie de pequeños milagros que le permitieron sobrevivir, hechos pequeños como los pedazos de comida extra, o que Nelly haya recibido la carta que Paul tiró desde la ventana del vagón, permiten que hoy él vea su historia de una forma esperanzadora.


Paul escribió un libro contando su historia en Auschwitz

Paul demoró mucho en contar su historia. La cobijó de un profundo silencio durante más de cincuenta años, hasta que regresó a Auschwitz en un viaje con profesores de secundaria. Auschwitz, el campo en el que murieron millones de personas[5], el último lugar en el que vio a sus padres y a su hermano. Y ahí tuvo que enfrentarse con su propia historia, tan similar y tan diferente de la de millones de prisioneros de campos de concentración. Desde entonces Paul da testimonios para estudiantes secundarios, habla para la prensa, cuenta su experiencia, y da un mensaje de vida, de amor, de esperanza… Dice que quienes le escuchan son sus psicólogos, le ayudan a sanar una historia guardada por demasiado tiempo. Paul no olvida ni perdona, pero tampoco piensa mucho en eso, eso es el pasado. Su marca aún tatuada en el brazo no es nada más que una parte más de su vivencia. No odia a nadie. No piensa en vengarse, de quién, se pregunta, ¿de quién me voy a vengar? ¿de todo un pueblo? ¿por qué hacer pagar a los jóvenes alemanes de hoy los errores de sus abuelos? No, el quiere que los jóvenes sepan que Auschwitz fue terrible, fue la muerte, fue el infierno, pero ya pasó.

Paul lo perdió todo siendo muy joven. Años después se enteró cómo murió su familia. Su madre no sobrevivió al tifus que contrajo en Bergen Belsen. Su padre Romain y su hermano David marcharon en la caminata de la muerte pero Romain fue dirigido hacia Checoslovaquia, mientras que Paul fue hacia Alemania. Romain murió de hambre en la celda en la que fue encerrado junto  a otro prisionero por intentar escapar, mientras que David subió a un camión que los alemanes pusieron a disposición de los prisioneros extenuados. Todos fueron asesinados.
El pequeño altar que Paul le ha hecho a Nelly en la casa de ambos
¿Y Nelly? Nelly es el amor de su vida. Estuvo casado con ella más de sesenta y cuatro años, hasta que ella murió de Alzheimer en marzo de este año. Paul no siente que se fue, ella sigue con él en cada historia, en cada recuerdo, en cada testimonio. De ella y de su historia común le quedan sus hijos Alain y Francine y sus tres nietos.

Hoy en día Paul quiere dar un testimonio de lo que fue su experiencia en el campo de la muerte para que un Auschwitz jamás se vuelva a repetir.


Otras crónicas:

Crónica de una muerte
Crónicas de Haití
Una noche como operadora del 911

Otros personajes:
Amado bajo la cruz
El Paulino
Peleando con gigantes




[1] En alemán “El trabajo os hará libres”
[2] En alemán “Judías, inferiores a los hombres”
[3]En Auschwitz I y II llegaron a construirse cinco cámaras de gas y cinco crematorios. En 24 horas podían ser asesinadas quince mil personas

[4] Los Kapo eran los encargados de los prisioneros, eran criminales liberados de las cárceles alemanas, eran violadores, asesinos, muy antisemitas. Tenían un triángulo verde sobre el uniforme para distinguirlos.
[5] La cifras del Memorial y Museo de Auschwitz es de 1,5 millones de muertos pero hay que tomar en cuenta que miles de personas que llegaban a Auschwitz eran directamente dirigidas a las cámaras de gas, donde eran asesinadas sin siquiera tener un registro de cuántos eran. Por eso se calcula que hasta cuatro millones de personas pudieron morir ahí.